Carandell: estilo y persona
Hace no mucho alabé en esta columna la sinceridad con la que Luis Carandell escribió «El día más feliz de mi vida». Rara cualidad en estos tiempos de impostura. Los amigos conocíamos bien los episodios que podían escandalizar a los políticamente correctos. Por ejemplo, sus juegos infantiles con Carmencita Franco. Su padre era uno de los catalanes que se pasaron a la zona nacional al comienzo de la guerra y que formaron una colonia de gran peso político y cultural en Burgos. En esta ciudad -y en Pamplona- estuvieron Eugenio d´Ors, Agustí, Pla, Vergés, Fontana... El semanario «Destino» («en lo universal», naturalmente) se redactaba en Burgos y se tiraba en una imprenta de Valladolid. Carandell padre estaba en el Gobierno. Luis le admiró siempre. Por cierto, no era nada mal narrador. Escribía en catalán y firmaba Llorenç Sant Marc.
Ha evocado Vázquez Montalbán con contención conmovedora la amistad que nos unió a Luis, a él y a mí, y a la que siempre nos deberemos. Nos conocimos en el «rojerío», ha escrito en «El País». La verdad es que Luis era poco rojo. Desde luego menos que su hermano José María, que su cuñado José Agustín Goytisolo, que Manolo y que yo. Luis era un liberal, quizá un radical, que se comportaba de forma muy condescendiente con nuestras prisas por «cambiar el mundo y cambiar la vida». Luis estaba en el «rojerío» aun a riesgo de pasar por «tonto útil». Tampoco jugaba a estar de vuelta de todo, aunque había «vivido» más que nosotros. Había sido reportero en Oriente Medio y corresponsal en Japón, donde Eloísa -su mujer- aprendió el arte de las flores. Vuelto a España, le dio por hacer pinitos en un terreno que pretendía participar de la pintura y la escultura y que él bautizó como «la cochambre». Eran unas arpilleras provocadoras, voluntariamente feístas, subversivas estéticamente.
Lo suyo, como se iba a ver, era la escritura. Le dolía escribir. Pagaba un alto precio por conseguir un estilo sencillo y preciso. Lo suyo era una pugna dramática con las palabras: «el nombre exacto de las cosas» según la fórmula juanramoniana. Víctor Márquez y yo lo sabíamos muy bien. Eloísa nos traía por la mañana a la redacción de «Triunfo» la «Silla de pista» que había escrito a lo largo de la noche. Esta sección le compensó literariamente mucho más que «Celtiberia Show», aunque fue ésta la que le hizo célebre. En ella puso en la picota los usos y las costumbres de una sociedad ruralista, abocada a la extinción. De sus reportajes quiero recordar especialmente la serie dedicada a Cataluña.
Ni Manolo ni yo conseguimos despertarle la afición al cine y al teatro. No podía aguantar en silencio la disciplina de una butaca. Necesitaba imperiosamente comentar la escena o la interpretación o el argumento. Estaba negado como espectador del arte siendo un magnífico espectador de la vida. Sin embargo le entusiasmó el periodismo de televisión. Le gustaba que le reconocieran por la calle. Años después de haber trabajado juntos en «Triunfo» y en «El Independiente» colaboré en un programa de libros que dirigía Isaac Montero, realizaba Roberto Llamas y en el que él hacía de presentador.
Luis era la civilización. No sólo la cultura. Y consiguió algo que les está reservado a muy pocos: llegar a ser como persona tan valioso como escritor, habiendo sido la suya una obra de gran consideración. Y al igual que su estilo literario, el ciudadano Carandell tuvo la distinción que da la absoluta ausencia de afectación.
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