Venecia De una y otra orilla
Se mire como se mire Santiago Calatrava es un arquitecto con suerte. Baste pensar en nombres como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright, que vieron frustradas sus esperanzas de construir en la ciudad del
Se mire como se mire Santiago Calatrava es un arquitecto con suerte. Baste pensar en nombres como Le Corbusier o Frank Lloyd Wright, que vieron frustradas sus esperanzas de construir en la ciudad del agua, aunque otros, Aldo Rossi, Álvaro Siza, Botta, Scarpa, lo han conseguido con obras de mayor o menor fortuna. Pero lo de Calatrava es otra cosa, es algo tan importante que se ha necesitado nada menos que un ejército ocupante, el de los austríacos, para que al puente de Rialto, único que tuvo el honor de unir las dos orillas del Gran Canal durante siglos, se les agregaran los de la Academia y el de los Descalzos, cerca de la estación ferroviaria, y, un siglo después, un tiempo de arrogancia e interés desmesurado, para que, ahora, ya en el siglo XXI, se haya pensado en dotar a la ciudad de un cuarto puente que una el nudo de comunicaciones del continente con la coqueta y vieja dama en forma de isla recogida, caracol de indescriptible y enfermiza belleza cruzado por un canal que, en realidad, es una calle mayor de pueblo rico. Pero ahora los turistas mandan, son la nueva plaga que no pudieron imaginar los escribas de la Biblia y Venecia, que está despoblada, desvirgada de su dignidad, que aún le quedaba cuando Marinetti deseaba bombardearla para destruir la fascinación que sentía por ella, reclaman su paso de cañada y hay que abrir nuevas vías para que el latido del dinero circule con la arteria dilatada. Y eso Calatrava lo sabe, y lo sabe de tal manera que ha imaginado una estructura de cristal y metal que de noche se iluminará sobre la negrura intonsa de la noche veneciana como un hermoso gusano de luz. Fascinante. También sabe que lo primero de Venecia que verán los turistas será ese puente. Como para no olvidar.
La cosa, sin embargo, no es nueva. Me refiero a la polémica. A la de los puentes sobre el Gran Canal. Hasta el siglo XIII Venecia era un grupo de islas cuyas calles estaban salvadas de una a otra orilla por puentes de madera que ardían pronto o se caían por una u otra razón. Pero sobre el Gran Canal la perspectiva pintaba peor: había que salvar la orilla en barca. De ahí las continuas bromas que la ciudad, bajo el sonido del murmullo, dedicaba a la Serenísima. Hasta que la República, llena de plutócratas nuevos y pomposos, decidió que había que demostrar esa riqueza bajo la fascinación del adorno. Se decidió la construcción del Rialto y arquitectos como Andrea Palladio y Vincenzo Scamozzi presentaron sus proyectos, aunque finalmente la cosa recayó en Antonio da Ponte, un arquitecto menos famoso y dotado y que, sin embargo, lo del apellido parece un destino, su único destino, dio a la ciudad su perspectiva más emblemática, su adorno más bello sobre el agua, hasta el día de hoy y los que vendrán después. El puente es bello, soberbio, intenso, pese a que el ojo bobalicón del lugar común lo ha desgastado durante siglos. Cuarenta y ocho metros de largo y veintidós de ancho, con dos filas de tiendas a sus lados y una alzada que se distinguió desde el primer momento, aquello fue decisivo, sobre el soberbio, dicen que majestuoso, proyecto de Palladio.
Pero esta vez la polémica no fue tal, sino sólo maledicencia, pues todo el mundo quedó enmudecido ante la obra. Así, desde 1588, que aquello se empezó, Venecia no tuvo otra necesidad de puente, sí práctica, desde luego, pero no como referencia simbólica, pues la fascinación les duró siglos: no hay más que asomarse al cuadro de Carpaccio que celebra el evento para darse cuenta de ello. Pero si Rialto es el puente, no hay otro porque el de los Suspiros, bellísimo, no pasa de ser eso, un paso de condenados, lo cierto es que tiene otros, otros dos, que cumplen su papel a la perfección y que la fama del antiguo, del soberbio, ha preterido porque, además, ha jugado con la ventaja de que los otros los tendió un gobierno invasor. No sé la necesidad que tendría Venecia en la época en que los austríacos andaban por allí, lo cierto es que contaba con más habitantes que hoy día, pero lo que sí es verdad es que estos dos puentes, el de la Academia y el de los Descalzos, próximo a la estación ferroviaria, es lo que ha unido en cierta forma Venecia al continente, a este conjunto de islas que parecían no querer saber nada de tierra firme. El de la Academia es el primero entrando por el Gran Canal desde la laguna. Está en la zona de la Galería y data de 1860, como el de los Descalzos. En apariencia es más bello que este último pero tengo para mí que el problema de este puente reside justo en el que se encuentra uno cuando sigue el Gran Canal, el de Rialto. No ha logrado quitarse la sombra del magnífico y en cierta manera lo disminuye, aunque también es cierto que como escenografía, en una ciudad que es un escaparate, no lo desmerece. Por ahí es probable que encontremos la explicación de la construcción del puente de Calatrava. La fascinación del atrezzo. Nada menos.
JUAN ÁNGEL JURISTO
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