¿Y cómo se acaba con la corrupción?
ESO nos preguntamos ahora, cuando por fin aceptamos que la corrupción se ha extendido como una gangrena. Pero el diagnóstico es tardío; y para combatir con eficacia una enfermedad hace falta primero determinar su causa. No transcurre una semana sin que nos sobresalte un nuevo caso de corrupción política; o dicho de forma menos tópica: como los casos de corrupción se han hecho endémicos, consustanciales a la política española, nuestra capacidad de sobresalto ha ido creando callo; y ya se sabe que donde hay callo se pierde sensibilidad, hasta que la pérdida completa degenera en desapego. Así es como cualquier observador neutral contempla el espectáculo de la corrupción: con una suerte de desapego que amenaza con corroer los cimientos mismos de su confianza en las instituciones públicas y en los representantes de la llamada «voluntad popular», que hoy más que nunca es una voluntad alicaída y asqueada; y a quienes la representan se les percibe como delincuentes que se la han arrogado.
Pero decíamos que para combatir con eficacia una enfermedad hace falta primero determinar su causa. Ya no basta con la mera depuración de responsabilidades o con sentencias judiciales más o menos rigurosas o ejemplarizantes. Hace falta una regeneración moral en toda regla, nos dicen los idealistas; pero, ¿en qué consiste una regeneración moral? En la restauración de las virtudes públicas, nos responden los idealistas; pero el idealismo suele olvidar que la virtud, cuando se convierte en mera disciplina (esto es, cuando le falta un Principio que le dé sustento y sentido), engendra tedio. San Agustín nos cuenta en sus Confesiones que, siendo muchacho, robó unas peras por «tedio de la virtud», que es lo que suele ocurrir, tarde o temprano, cuando dejamos de sentirnos obligados por un mandato supremo que califica la naturaleza moral de nuestras acciones, independientemente de sus consecuencias. En nuestra época, la naturaleza moral de las acciones la determina el hombre; y, para formar su juicio, se guía por un criterio puramente pragmático: una acción reprobable es la que causa un daño tangible; y, cuando ese daño deja de ser tangible, la acción deja de ser reprobable. Al corrupto le ocurre que no encuentra daño tangible en su acción; y, desde un punto de vista meramente pragmático, no le falta razón. Por tedio de la virtud, San Agustín robó unas peras que no iban a aprovechar a nadie, o sólo al dueño del peral, que desde luego tenía garantizada su subsistencia con las peras que San Agustín dejó en el árbol. Y, por tedio de la virtud, el político corrupto cobra una comisión al propietario del terreno que recalifica, que desde luego tiene garantizada la subsistencia con la recalificación. No hay daño tangible, sino provecho para ambos; y el daño no tangible que tal acción pueda causar al cuerpo social es demasiado brumoso o abstracto, tanto que ni siquiera puede verse. Y ojos que no ven, corazón que no siente.
El problema de la corrupción, como por lo demás casi todos los problemas que sacuden a nuestra época, tiene un aspecto poliédrico, pero un fondo de naturaleza moral: y ese fondo es la ausencia del sentido de lo sacro que invade la política. Mientras seamos incapaces de restaurar nuestros bienes eternos, alguien seguirá llevándose nuestros bienes temporales; y lo hará, además, convencido de que su conducta no merece reprobación, puesto que no causa daño tangible, como San Agustín no hallaba daño tangible en hurtar unas pocas peras de un árbol sobrado de ellas. Nuestra época ha consagrado, por atrofia de lo sacro, una moral naturalista, puritana y palabrera, que confía en sus propias fuerzas y cree que a la virtud se llega a través de la disciplina; pero olvida que la disciplina de la virtud, desarraigada de su Principio, engendra tedio. Y así, por puro tedio de la virtud, seguiremos padeciendo corrupción política.
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