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ABC Cultural

ECOS DE UNA GENERACIÓN PERDIDA

Once conciertos en pequeñas salas y teatros europeos componen la gira que Oasis ha organizado esta primavera para promocionar -a tres palmos de sus fieles y sin aire acondicionado- «Don't Believe The Truth», su nuevo trabajo. La crisis de la industria discográfica sigue recortando la distancia que separa al público de las estrellas del rock y generando estrategias promocionales con las que reactivar la fidelidad y la demanda de los aficionados. Pocos fueron los que consiguieron entrada para ver y casi rozar anoche a los hermanos Gallagher, pero la noticia de su regreso a Madrid provocó, además de reflejos condicionados entre los ausentes, un calculado eco mediático para lanzar al mercado su último álbum.

Los oyentes de una emisora del Reino Unido acaban de elegir «Wonderwall» como mejor canción de la historia del pop británico, lo que revela, primero, la mala cabeza de quienes prefieren la copia al original y, segundo, que Oasis es, desde hace diez años y por mérito ajenos, una de las grandes marcas registradas en la memoria del público. Con estas y otras credenciales se presentó ayer la banda de Manchester, que acaba de cosechar, con «Leyla», su séptimo número 1 en las listas británicas. Mucho mérito para una formación cuya mayor virtud es, cada dos o tres años, plantear a los especialistas en su discografía sesudos y bizantinos debates sobre la calidad y procedencia de sus falsificaciones musicales, piezas que en su día causaron conmoción y que hoy, por lo visto ayer, no parecen convencer a sus propios autores, desangelados y sin brío. Se han hecho tan mayores los hermanos Gallagher que ni siquiera se molestan ya en dar espectáculos delictivos y policiacos. Hay cantera, pero se siente la pérdida.

Pese a su previsible sumisión a los formatos más conservadores del pop, se aprecian ciertas inquietudes en «Don't Believe The Truth», dramática expresión del quiero y no puedo de una banda forzada por la industria y su clientela a emprender el eterno retorno a los patrones convencionales: hay chispazos de genio, pero de lejos sólo se aprecia el flujo que alimenta la bombilla, redonda y lisa.

Se empeña Oasis en desprender agresividad y demencia cuando, mediado el concierto, interpreta «The Meaning Of Soul», la más airada de sus nuevas canciones, y lo único que sobresale es el molde y la mecánica del artefacto. Parece de verdad, pero es de tela sintética, como las plantas que no se riegan. De las caras, pero de plástico, con un montón de polvo encima; le pasas el dedo y se palpa la fibra.

Conservan los Gallagher esa arrogancia que una vez supieron transformar en carisma, y también la habilidad para realizar samplers orgánicos, como cuando injertan el «Get It On» de Marc Bolan en «Cigarettes Alcohol». Sin embargo, su capacidad para seducir a menores de edad con estribillos de transición a la adolescencia parece ya agotada.

El planteamiento de la gala de anoche era el correcto - atinada mezcla de grandes piezas de sus dos primeros álbumes, superventas y estrenos-, pero la vieja bengala de «Definitely Maybe» no prende sino en la nostalgia de un público que, sin refrigeración, a punto de tabardillo, suda la memoria de una época en la que Oasis consiguió traducir a los Beatles más condescendientes y afrutados, inflamar las glándulas del mod y abanderar una hermosa involución. Entonces, apasionaron.

Anoche cerraron su recital con «My Generation», monumento del pop que -resultado de todo este juego- registró entre el público menos coros y danzas que cualquiera de los grandes éxitos rebobinados por Oasis. Cuando terminen este pequeña gira, los hermanos Gallagher se van de festivales, viveros en los que quizá consigan echarle el anzuelo a otra generación... El cebo es de plástico, cada vez se nota más.

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