DECONSTRUIR
Las propuestas de las salas alternativas suelen ser, aunque no siempre -amén de más precarias en medios-, más frescas, imaginativas, arriesgadas, sugerentes y estimulantes que las de la mayoría de los escenarios convencionales, cosa que entra dentro de la lógica de su existencia, pues si no hay riesgo y búsqueda de lo diferente en un ámbito alternativo, ya me dirán ustedes qué empresarios comerciales se atreven a financiar experimentos. El Canto de la Cabra es una sala en la que, literalmente, el teatro se respira y casi se palpa, dadas sus reducidas dimensiones... Con frecuencia acoge montajes ajenos y en otras ocasiones presenta espectáculos propios, como sucede con «Los días que todo va bien», una insólita propuesta de deconstrucción escénica en la que la pieza que se desarrolla ante los ojos del espectador se hace y se deshace, varía, avanza o se detiene en un ejercicio de cercana metateatralidad que resulta sorprendente, divertido e inquietante. Juan Úbeda y Elisa Gálvez, la pareja que gestiona, impulsa y hace que palpite el corazón de El Canto de la Cabra, interpreta a un hombre y una mujer llamados Juan y Elisa que representan una obra, una obra que puede tratar de su vida, una obra que es la que el público está viendo y que los actores acotan y subrayan, reclamando la atención sobre determinado aspecto, haciendo hincapié en un juego de palabras nimio o enumerando las preocupaciones o los contratiempos cotidianos, dejando abierto el grifo a un ronco himno de Tom Waits o sentándose en el muelle de bahía con Otis Reding
Juan y Elisa se interpretan a ellos mismos interpretando una pieza que les retrata y en la que construyen un hermoso poema teatral desmontando el tinglado en que se asientan. Hay una declaración de amor y un amistoso goteo del contestador telefónico, una constatación de las perplejidades que acarrea vivir y una suerte de puesta al día de «El asesinato como una de las bellas artes». En una de las más conseguidas escenas de «Los días que todo va bien», que bien podría servir de resumen del sentido de este estupendo montaje, Juan desmonta un piano a la luz de una lámpara de espeleólogo al tiempo que pulsa las cuerdas con la llave inglesa y el destornillador que utiliza; a los sones de esa melodía sonámbula, Elisa danza como una autómata sobre un mar de globos blancos. Bello y extraño. Reconfortante.
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