VERSO SUELTO
Intolerar
NI la vara de mando del alcalde ni el banco azul del Gobierno en el Congreso, ni siquiera la inmunidad apoltronada de los parlamentarios autonómicos: quien más poder tiene es aquel que consigue convencer a los demás, a los propios y a los extraños, a quienes se dejan deslumbrar con sus auras y a los que les siguen el juego para no meterse en líos, de que tiene la patente y la llave para usar el prefijo «in» y ponerlo delante de las palabras para atar a su antojo con ellas y con lo que significan.
Hay verbos y derivados que cuando llevan ese postizo anterior deberían hablar mal sobre todo de quien así las compone, pero si el que las escribe tiene la licencia para poner el «in» a su antojo tendrá salvada al menos la mitad del perfil y hasta podrá volverlo contra los demás y quedarse tan pancho. Desde el viernes pasado me da vueltas en la cabeza un simple tuit, un mensaje telegráfico que tiene esa destreza de atizarle a los demás y hacerse después el ofendido. «El abuso del espacio público que se les permite a los católicos por parte de los ayuntamientos es intolerable», decía.
Su autora no es política ni escritora-oráculo ni glamurosa diva de la orilla izquierda, y tampoco ha disfrutado un raro éxito de seguidores que esperen su sabiduría en el ágora confusa de Internet; su autora en realidad es tanto como nadie, pero en lo poco que se puedan seguir ideas y prejuicios condensados en 140 caracteres, sí que da que pensar la alegría con la que usa la palabra «intolerable», como si en realidad no hablase mucho peor de ella que de aquellos a los que querría impedir que sacaran una procesión a la calle.
La democracia es precisamente el imperativo permanente de tolerar, de «respetar las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las propias», como dice el diccionario, pero ya que el auditorio le tiene puesta la etiqueta de intolerante a esos «demás», la doble negación se autoanula y en realidad ella y quienes la siguen son unos tolerantes de tomo y lomo por intolerar a los católicos.
Son ideas que tienen éxito y que calan como consignas huecas entre la gente, por eso no es raro que se cuelen en políticos de nómina pública y sillón blindado, que les pondrán el perfume de garrafón de la aconfesionalidad del Estado, como si eso obligase a ser ateos a los ciudadanos, y sobre todo como si una imagen en la calle agraviase automáticamente a los que no creen.
Por la hora a la que lo leí, calculé que la autora se tenía que haber encontrado con la procesión de la Virgen del Amparo por la Corredera, quizá mientras echaba la tarde con toda legitimidad en una de las terrazas, pero no vi que dijera que también es un abuso de la vía pública la cantidad de veladores en la ancha plaza y en tantas calles estrechas de la ciudad, y lo ofensivo que puede ser para los alcohólicos rehabilitados o para los abstemios convencidos que el Ayuntamiento fomente que en cuanto haya un poco de espacio libre tenga que servir para poner mesas y machacarse el hígado.
Es bastante tolerable, y no ofende nada a los seis millones de parados, que los sindicatos del crustáceo corten la Victoria en mañana laborable para protestar si a unos funcionarios les han hecho trabajar una horita más; en cambio es intolerante quien ataje para evitar las manifestaciones que sólo cuentan a las muertas con las que hacen caja asociativa y subvencionada. En realidad tolerar no es tan difícil, y si la tuitera se hubiera asomado a San Francisco habría visto que los cofrades disfrutaban de su noche mientras la gente saboreaba el vino y las tapas de la Sociedad de Plateros sin salir a la calle ni hacerse mala sangre.
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