El tipo que consiguió unas sillas
Tal vez el gesto más extraordinario de la épica final australiana de Nadal y Djokovic fue el de quien, terminado el partido, pensó que resultaba más urgente acercarles unas sillas que entregarles los trofeos. El primero en despertar del encantamiento de un prodigio límite. Mientras, a la una y media de la madrugada, recitaban sus líneas los discurseadores que habían pagado algo de aquel circo, incluso a sus derrengadas fieras. Los demás contemplábamos a esos héroes deshechos, sus restos también son parte del espectáculo. Entonces a alguien se le ocurrió que tal vez necesitaran una silla. La primera cortesía con el invitado a casa: acércale algo para que se siente. Como si Nadal y Djokovic también fueran normales.
Sin embargo, embobados por un intenso asombro de casi seis horas, olvidamos que también estos tenistas son tipos que necesitan sentarse cuando están cansados. Y que cuando se sientan, tan exprimidos, les va bien beber. Pero quizá el mirar deja sentimentalmente agotado, porque tuvo que ser Djokovic quien acercara una botella a Nadal cuando ya habían conseguido asientos. Y ese cansancio emocional, ese embobamiento, empequeñece de alguna forma la extenuante hazaña que se desplegó ayer en la otra punta del globo. Olvidamos las sillas, y en ese olvido, que en cierto grado, no menor, son normales, y que, si se mantiene a la vista esa normalidad, esas sillas, lo que acababan de hacer sobre la pista Rod Laver resultaba todavía más asombroso. Alcanzado por tipos que alguna vez no pueden más.
De ahí lo extraordinario del gesto de retirarle los asientos a dos recogepelotas para acercarlos hasta la red. De ahí lo admirable del tipo que pensó en hacerlo, quizá el único en reconocer en toda su dimensión el prodigio de dos tipos normales empujándose a raquetazos hacia un límite doloroso hasta lo histórico. Un tipo tan hospitalario como perspicaz.
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