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Julián Maeso, por Pepe Castro

Julián Maeso. 33 años. Músico toledano. Dicen que es uno de los mejores teclistas españoles. Su dominio del órgano Hammond le ha permitido formar parte de grupos como «The Sunday Drivers» o «M-Clan» y en diciembre se unirá a la gira del cantautor Quique González. MIentras, mantiene en fa sostenido «Speaklow», la formación que lidera.

A modo de enorme bigote de carne humana, sus manos bajan desde la nariz y descansan sobre la rótula de un trípode en el estudio del fotógrafo. La timidez despeina el cabello largo y ensortijado, que cae sobre un ojo. Sus amigos le dicen que es una mezcla entre Jesucristo y Camarón, indumentaria algo estudiada con la que se siente libre este músico «de corazón» que a la primera de cambio se escapa a tocar con los músicos de la calle. La camaradería de la orquesta.

Aunque en el principio fue la batería en aquellos lejanos días del colegio Infantes, al niño Julián se le iban las manos a las teclas; esas manos grandes de largos, infinitos dedos y extensas falanges y falangetas, sobre el piano de sus hermanas en la casa familiar. Nacido para la música, su madre, profesora de ballet, los discos de música clásica, o un padre que tuvo un grupo pop en los 70, crearon el ambiente propicio para caer rendido al mágico sonido. El suyo, el que discurre por los caminos del funk, el jazz o el soul, qué más da. ¡Es la música!

Ahora, desde su casa del Puente de San Martín, vive su balada de otoño con vistas al Casco Histórico, pero extramuros, que la ciudad vieja oprime y él precisa un trozo de horizonte por donde entrar y salir cuando le plazca perseguido por las musas y lo más lejos posible del «negocio» de la música, donde reina tanto mercader y tanto divo.

Por el ojo despejado de Maeso nos colamos a los bajos del Mercado, muy cerca del Teatro de Rojas, al sitio sagrado de la infancia. Todos los días pasaba por allí, camino del colegio, o de su casa, y se detenía, extasiado. Tendría 12 años. Bocadillo en mano, sentado en la ventana de aquellos míticos locales de ensayo, aquel niño permanecía horas oyendo cómo tocaban aquellos grupos de jóvenes músicos que querían comerse el mundo. Hasta que un día -«pasa, chaval, pasa»-se quitó el miedo. Y entró.

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