Marsillach y su Tartufo
En los tiempos en que Adolfo Marsillach estrenó aquel «Tartufo» adaptado a la actualidad española de 1969 por Enrique Llovet no era fácil una rebeldía de tal calibre. Vivíamos en una situación de opresión. El hecho de que la obra fuese prohibida inmediatamente después de su estreno lo prueba sin necesidad de argumentos más sutiles. Tartufo es el símbolo de la falsa devoción, de la beatería engañosa, de la piedad fingida, de la malicia encubierta de religiosidad. Cree Tartufo que puede firmar un contrato con el Cielo de igual modo que el doctor Fausto lo firmó con el Diablo. La comedia molieresca, conservada en su esencia y adaptada en su circunstancia subió al escenario en los momentos de mayor poder en la España del Opus Dei. El teatro es siempre más que teatro. La interpretación que hizo Marsillach del hipócrita de Molière no la olvidaré. Fue una de las más geniales interpretaciones de su vida. El día del estreno el público se estremeció de entusiasmo y de libertad de expresión. La obra fue suprimida por el poder porque vio en ella una agresión frontal a sus formulaciones políticas y socioeconómicas, pero sobre todo una burla de las afinidades confesionales como principio de medro personal. Quizá podría haber dicho esto más tapado, aunque me habría salido más largo. Pero hay más, los matices que en aquel tiempo se perdieron en la batalla y ahora se pierden en el olvido. Creo que los hombres del Opus Dei le habían dado al poder, aun bajo la vigilancia de Franco, un sentido que ya no era de represión en sentido estricto. Ya no era concebido el poder de manera negativa y estrecha y desde él se hacía algo más que decir no. El poder se había desbloqueado, por decirlo así. Apuntaba la forma apaciguada del lenguaje y el diálogo, y la función principal del poder no consistía tanto en vigilar y castigar como en transformar el poder mismo en un producto capaz de aplicaciones prácticas y de hacer circular efectos de progreso. Lo que se vigilaba y castigaba, en general, no eran las agresiones a la ortodoxia del régimen, que por lo demás eran numerosas y habitualmente quedaban impunes, sino las inferidas a ese poder como producto -el desarrollo económico- que esquivaba el desarrollo político hacia una democracia de verdad, y también las inferidas al evidente carácter endogámico de ese poder. No mucho después de la fulminación del Tartufo de Marsillach tuve yo que soportar las graves consecuencias de haber escrito cuatro artículos -«Defensa de la letra de cambio», «Los herederos de Jacques Coeur», «El crédito fácil» y «Dinero y poder» -que estaban modestamente en la misma onda crítica de la metáfora molieresca, y que por eso causaron escándalo. Si cito esto es para hacer ver dónde estaba la opresión y aún la represión en aquellos días. El hecho es que Marsillach jamás se arredró ante las circunstancias adversas cuando debía enaltecer aquello en lo que creía y en denostar lo que pudiera parecerle falso y mentiroso. Ya en puros términos de teatro Haro Tecglen ha contado veladamente lo que significó en su relación personal con el amigo alguna que otra disensión respecto a sus montajes, el de «El médico de su honra», por ejemplo, a cuya representación en Buenos Aires asistí con el propio Marsillach. Si en esa obra sustituyó el barroco por una especie de realismo crítico y la Providencia por el Destino, fue por su afán de resolver en el presente los problemas del hombre, lo cual es en el fondo un método político. En el ápice de la parábola del teatro está la acción fuera del teatro, como en «El público», de García lorca. Eso quise decir antes al escribir que el teatro es más que teatro. Así pasó con el Tartufo. Mediante el formidable lenguaje de su interpretación le dio el impulso necesario para que la reconvención al poder saltara a la calle. Que ningún ministro del Gobierno visitase su féretro expuesto en un teatro después de la aglomeración ministerial en el entierro de Cela, descubre una depurada técnica para administrar sus supersticiones.
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