Monadas
HE seguido con curiosidad y cierto espanto intelectual (pero uno ya debería estar curado de espantos) el debate sobre los llamados «derechos de los simios». En cierto modo, podría considerarse un corolario inevitable de cierta malversación del concepto mismo de «derecho», despojado de obligaciones correlativas. ¿Puede asumir un gorila obligaciones jurídicas? Parece evidente que no. Aquí podría oponerse que tampoco las asume un niño, y mucho menos un nasciturus; pero, en su mismo ser, ese niño o nasciturus lleva inscrita la potencialidad de asumirlas en un futuro. Digamos que la capacidad para obligarse de un niño está ínsita en su condición humana, se ha empezado a gestar para realizarse plenamente en un estadio futuro. En cambio, sabemos que un mono jamás podrá obligarse. ¿Cómo puede entonces erigirse en sujeto de derechos un ser que nunca podrá ser sujeto de obligaciones? Cuando proclamamos que al hombre lo asiste un alienable derecho a la vida estamos proclamando también que lo obliga el deber de respetar la vida de los demás hombres. Los derechos y obligaciones presuponen la condición humana; el Derecho mismo es el producto de un pacto entre hombres, conscientes de su condición. Extenderlo a los animales es un grosero dislate jurídico. Otra cosa muy distinta es que a los hombres nos obligue un deber de respeto y protección de otras formas de vida no humanas; deber que es la consecuencia natural del «dominio justo» que el hombre ejerce sobre la naturaleza. El hombre puede matar animales para asegurar su supervivencia; no, a mi juicio, por mero capricho.
Pero quizá en esta vindicación de los llamados «derechos de los simios» subyazca lo que C. S. Lewis llamaba «abolición del hombre». La vida humana ha dejado de ser inviolable; no todos los hombres, ni en todas las etapas de su vida, son dignos de protección jurídica en la actualidad. Otra manera de «abolir al hombre» consiste en equipararlo con los animales. Los defensores de los llamados «derechos de los simios» nos recuerdan que compartimos un 98 por ciento de material genético con gorilas y chimpancés. Pero también compartimos una porción nada desdeñable de material genético con la mosca común, y eso no nos convierte en insectos evolucionados. El hombre se diferencia de los animales en especie, no en grado; entre los hombres y los animales existe una división evidente y única, una desproporción insalvable. En su ensayo El hombre eterno, Chesterton lo resume con palabras irrefutables: «Una prueba excelente de la independencia y misteriosa singularidad que rodea al hombre es el impulso artístico. El hombre es diferente de todas las demás porque es creador además de criatura». Y prosigue: «Suena a perogrullada que el hombre primitivo dibujara un mono, mientras que tomaríamos a broma que el mono más inteligente hubiera dibujado un hombre. Las pinturas rupestres no fueron comenzadas por monos y terminadas por hombres. Los animales mejor dotados no dibujan cada vez mejores retratos, ni el perro pintó mejor en su periodo de apogeo que en su temprana y ruda etapa de chacal. El caballo salvaje no fue un impresionista y el caballo de carreras un post-impresionista. Todo lo que podemos decir de la idea de representar la realidad mediante trazos artísticos es que no se da en ningún otro ser de la naturaleza salvo en el hombre, y que ni siquiera podemos hablar de ello sin considerar al hombre como algo separado del resto de la naturaleza».
Pero para contemplar al hombre en su unicidad hace falta despojarse primero de los densos nubarrones del sofisma. Cuando el hombre deja de ser la medida de todas las cosas, cuando se le considera tan sólo el resultado final y aleatorio de una evolución natural, triunfan los sofismas. El reconocimiento de los «derechos de los simios» constituye un paso, otro más, hacia la definitiva abolición del hombre.
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