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¿QUÉ FUE DE TU ÁRBOL ÁGIL, TODO VIENTO?

LA bandera de la Academia ondea a media asta y, siguiendo la vieja costumbre de las antiguas casas madrileñas, la puerta de entrada está solo entreabierta. Es jueves y, cumpliendo la tradición de la Casa, el trabajo de las comisiones lexicográficas continúa. Dentro de una hora comenzará con las preces latinas el Pleno y yo he de comunicar, con la voz que me quede, que Fernando Lázaro ha muerto. Se levantará entonces la sesión y se adensará el silencio.

Muchas veces a lo largo de estos últimos años he tenido ocasión de oír a Fernando Lázaro comentar la temprana y siempre creciente preocupación de su maestro Dámaso Alonso por la muerte. Tal vez por eso esta madrugada, al recibir la noticia del fallecimiento, me acordé de los versos de don Dámaso:

«Has muerto y tu silencio nos rodea:

un enorme silencio (ayer, palabras

mágicas, invasoras profecías).

Hoy tu callar, redondo, nos envuelve

como un agua nocturna, ya sin aves,

como forma sin forma, como un vaho,

un desasido vaho en luz difusa.

¿Qué fue de tu árbol ágil, todo viento?»

Y, sin embargo, poco a poco, tras el aturdimiento primero, en medio de ese silencio que en la Casa se palpaba y entre el vaho difuso, empecé a darme cuenta de que no, de que las palabras nunca mueren y de que, aunque la fuente parezca cegada, el río sigue corriendo y las aves vuelan siempre en la luz. Horacio, el gran poeta latino, lo sentenció: «Musa vetat mori»; el arte de la palabra libra de morir.

Son pocos los privilegiados de ese arte de la palabra cuya hoja de servicios pueda, en los últimos tiempos, igualarse con la de Fernando Lázaro. Él ha desarrollado la suya en tres círculos concéntricos. En primer lugar, en la Universidad. Salamanca, primero; más tarde, la Autónoma y la Complutense. En su investigación que, con espíritu humanista, abarcó la teoría lingüística y la literaria, la gramática histórica y la sincrónica, la dialectología, la crítica textual y la historia literaria, ha sido Fernando Lázaro un filólogo atento a maridar la tradición de la escuela filológica hispánica con las aportaciones de los nuevos saberes. De ahí que con su magisterio abriera muchas vías a la renovación: baste recordar el modo en que alentó los estudios gramaticales generativistas.

Preocupado desde muy pronto por la educación del pueblo y consciente de que en la base de ella ha de estar la formación lingüística, se decidió a extender a los niveles de las enseñanzas medias la renovación pedagógica. Miles y miles de españoles han estudiado lengua y literatura guiados por los libros de Fernando Lázaro. Cuando se decidió a ser, como pedía Ortega, «aristócrata en la plazuela» con sus Dardos en la palabra, era el suyo un nombre familiar. No cito a Ortega por caso. Fernando Lázaro llegó a los periódicos animado por ese espíritu social que vengo subrayando. Hay quien juzga esta obra suya como menor. En ella hay, sin embargo, mucho más que amables tirones de oreja a quienes dan patadas al diccionario y a la gramática; sobre todo, si lo hacen con petulancia. En los Dardos hay, ante todo, una creación literaria de estampas de la vida española de hoy, en las que, a través del habla cotidiana, se perfilan las líneas de fuerza que van constituyendo una sociedad que iguala por lo bajo y desprecia cuanto ignora. Su reclamo va dirigido -no lo olvidemos- a los que tienen la responsabilidad y la posibilidad de enseñar con el ejemplo.

Era natural que en la trayectoria que vengo esbozando Fernando Lázaro terminara por centrar su trabajo en la Real Academia Española. Se entregó a ella desde que ingresó. Mil setecientas sesenta asistencias registra el Escalafón a fecha de treinta y uno de diciembre pasado. Y en todas ellas -lo prueban las Actas- ha sido desde el primer día un académico activo. Cientos de papeletas suyas archivan los ficheros lexicográficos y puede decirse que la mayor parte de definiciones aprobadas en los últimos treinta años han recibido observaciones suyas.

Accedió a la dirección en 1992 con la conciencia de que había llegado el momento de adaptar la Academia a los reclamos de nuestro tiempo. En su Discurso de ingreso en la Corporación se había ocupado del gran Diccionario de Autoridades, que los académicos fundadores construyeron, con un esfuerzo y un talento admirables, en muy pocos años. Repasando ese Discurso se adivina al trasluz que Fernando Lázaro estaba mostrando a sus colegas el espejo en que la Academia debía mirarse. No había sido concebida como un club de notables, sino como un espacio de trabajo al servicio de la lengua. En el siglo pasado habían subrayado tal carácter don Ramón Menéndez Pidal y Dámaso Alonso mediante la incorporación de filólogos eminentes.

La penuria económica que la Academia padeció desde la guerra civil, impidió llevar adelante proyectos fundamentales. Animado por el estímulo y la ayuda del Rey, patrono constitucional de nuestra Academia, Fernando Lázaro promovió el nacimiento de la Fundación pro R. A. E. y se esforzó, con una entrega que terminó por afectar a su salud, en conectar a la Academia con la sociedad. A partir de ahí llegó la renovación que la propia sociedad española reconoce y aplaude. Ha sido protagonizada por toda la Academia que hizo suyo el proyecto de actualización y el mero enunciado de los logros sería muy extenso.

El Banco de datos léxicos supera hoy los cuatrocientos millones de registros, que, además de documentar la historia del español, facilitan una información puntual riquísima acerca de la evolución del uso en todo el mundo hispanohablante. Sobre esa base se ha transformado el método de trabajo académico en los ámbitos del Diccionario, de la Gramática y de la Ortografía. Más de un millón de consultas mensuales recibe la página electrónica del Diccionario y la Academia se muestra, creo que legítimamente, orgullosa de su Departamento de Lingüística computacional. Está a punto de concluirse el «Libro de estilo» general que Fernando Lázaro soñaba y que en su desarrollo ha venido a convertirse en un Diccionario panhispánico de dudas. Y avanza a buen ritmo la redacción de la nueva Gramática de la lengua española, que por primera vez reflejará no solo el español peninsular, sino el de España y América.

Siete años de trabajo como Secretario de la Academia al lado de Fernando Lázaro Carreter me hacen testigo de excepción de lo que todo eso y otras muchas cosas deben a su entrega. Cuando la Academia me eligió para sucederle, manifestaba el propósito de continuidad de la obra. «Te quedan dos cosas por hacer -me dijo él entonces-: terminar los proyectos comenzados y, sobre todo, realizar la política de trabajo común con las Academias americanas, que yo no he podido hacer por mi imposibilidad de viajar». Coincidía esta última indicación con la voluntad del Rey. Desde entonces, como un académico más, continuó participando activamente en todas las tareas, alentando los nuevos esfuerzos y premiando con un reconocimiento público generoso los logros que, en definitiva, él había hecho posibles.

Vuelvo al poema de Dámaso Alonso: «¿Qué fue de tu árbol ágil, todo viento?» La respuesta al gran filólogo sería fácil: «todo esto, maestro, todo esto». A la sombra de ese árbol han acampado durante más de medio siglo alumnos universitarios y adolescentes bachilleres, hombres y mujeres que creen que la lengua es patrimonio común del pueblo y que a él ha de servir la Academia. En los momentos de desaliento, que nunca faltan, Fernando Lázaro gustaba de repetir lo que los académicos fundadores proclamaban solemnemente como motor de su entrega: «por servir al honor de la nación».

La nación se lo reconoce ahora. Cuando le pedí, en el mes de septiembre, que pronunciara la lección inaugural de la solemne apertura del Curso académico, presidida por Sus Majestades los Reyes, con asistencia de todas las Reales Academias del Instituto de España y de las a este asociadas, me dijo: «Lo hago por obediencia, pero te lo agradezco porque será mi último servicio». Se movía ya entonces con dificultad y hubo de esperar a Sus Majestades sentado en la mesa del estrado desde la que hablaría. El abrazo efusivo que el Rey le dio venía a resumir el reconocimiento de que hablo.

Ahora, los que con él hemos compartido afanes, podemos susurrarle al oído las palabras bíblicas: «descansa en paz, porque tus obras te acompañan». Mientras siguen volando las palabras.

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