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El Senado: un templo de ley, historia y arte

Día 16/09/2012 - 17.45h
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Un salón de plenos levantado en una iglesia, una galería de tiro en el subsuelo y pasadizos que recorren medio Madrid... Así es la Cámara Alta

Veinte banderas presentan al palacio del Senado. Diecisiete ondean por cada una de las comunidades y dos por las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla; la española se sitúa, vigilante, en el centro de la Plaza de la Marina. Por su sobriedad, pasa desapercibida a la mirada de dos turistas japoneses que, plano en mano, parecen decepcionados por lo que ven ante sus ojos. La foto se la lleva al final el león anónimo que custodia la estatua de Cánovas del Castillo y el frontón neoclásico en el que se puede leer «Senado».

Su sencillez les espanta y huyen hacia el Monasterio de la Encarnación por la calle que lleva su nombre. Lástima. Lo que no saben es lo que esconde tras sus puertas: ley, historia, arte en cantidades abrumadoras y algún secreto.

Desde que las Cortes de Cádiz se trasladaron a Madrid no ha hecho más que crecer, transformarse y cambiar de nombre. Su primera «sesión» se celebró el 2 de mayo de 1814 en la iglesia de lo que era el convento de Doña María de Aragón, fundado en 1590. Su salón de sesiones, que tuvo que habilitarse apresuradamente, no era entonces más que un altar presidido por un retablo que la influyente dama de la corte de Felipe II encargó a El Greco, conservado hoy en Museo Nacional del Prado. En aquella iglesia se sentaron las bases del Estamento de Próceres de 1834 que pronto derivó en el Senado.

Su reminiscencia monacal se filtra por las paredes. Sus pasillos recuerdan el claustro que un día fue y dan luz a sus estancias. Son obra de un compendio de grandes arquitectos como González Velázquez —discípulo de Villanueva—, que transformó el templo de traza herreriana en el salón de sesiones antiguo. Hoy sólo se usa para actos protocolarios. Los plenos se realizan, desde 1991, en el nuevo hemiciclo, el auténtico corazón de la ampliación del Senado.

El pleno histórico tiene la peculiariedad de estar construido al estilo de un parlamento inglés, en el que las bancadas están enfrentadas. Terciopelo rojo para la oposición y azul para el Gobierno. Este último color se tapiza a la derecha o a la izquierda en función de la ideología de quien ostente el poder. Un «secreto» y una costumbre que se remonta al «turnismo» del sistema canovista y que todavía pervive.

Pionero en usar electricidad

Un trampantojo culmina el techo y tres arañas iluminan cenitalmente el magnánimo espacio. Lo hacen con bombillas desde principios del siglo XX, ya que el Senado fue uno de los primeros edificios de Madrid en tener luz eléctrica. Entonces, el ambiente estaba marcado por el humo de los puros de sus señorías y decorado por ceniceros y escupideras que restaban magia a la romántica escena de los oradores.

Otro arquitecto, Rodríguez Ayuso, dejó su impronta en una de las salas más impresionantes del Senado, su biblioteca. Levantada en 1882 por deseo del Marqués de Barzanallana sobre uno de los patios del convento, no tiene nada que envidiar a la del Congreso de los Diputados. Por sus secretos, merece un capítulo a parte.

Lo que no son un enigma son sus obras de arte. Las más famosas están en el salón de los Pasos Perdidos, otro claustro del convento que sirve de sala de conferencias, escenario de conciertos, rodajes e, incluso, de capilla ardiente.«La rendición de Granada», de Pradilla recibe a quien pierde sus pasos por la sala. La escultura de Colón, de Juan San Martín y Serna, señala «La entrada de Roger Flor en Constantinopla»; de Moreno Carbonero. Hay más convidados de piedra en la sala: está Don Juan de Austria, Hernán Cortés y el Cardenal Cisneros: cristiandad, hispanidad y cultura.

Una minúscula muestra de la pinacoteca histórica que posee el palacio. Más de 150 obras de Casado del Alisal, los Madrazo, Gisbert, Esquivel, Martínez Cubells, Sanz y Cabot, entre muchos otros. Sus creaciones forman parte de un conjunto que refleja fielmente la historia de España y la del propio Senado. Sin duda, «La coronación del poeta Quintana», de Luis López y Piquer, se lleva la palma. En el gran lienzo quedaron inmortalizados un centenar de personajes políticos, sociales y culturales de finales del siglo XIX.

Las obras de arte se suceden por todas sus salas, entre ellas, algunas dedicadas a senadores asesinados por ETA como Enrique Casas Vila, Manuel Broseta Pons o Manuel Giménez Abad. Estos dos últimos dan nombre a las antiguas salas de Cuadros y Tapices. Otras dos joyas, junto a la Galería de Presidentes o la colección de Maestres de Campo, que dan vida a los pasillos. El arte también es una constante en los edificios que forman parte de la ampliación de los noventa. En ellos hay una interesante colección de arte moderno «de representación territorial» con obras de Juan Gris, Joan Miró o Antoni Tàpies, entre muchos otros.

Bajo el subsuelo

Mucho más funcional, el «nuevo Senado» es obra de Salvador Gayarre. Destaca su espacio central, un inmenso patio —conocido como «el de los naranjos»— que esconde en su subsuelo algunas curiosidades como un aljibe —hoy cubierto— que fue, durante un tiempo, «piscina de lujo» para sus señorías. También una galería de tiro en la que entrenan los policías que trabajan en el Senado.

Como en el Congreso, en la carrera de San Jerónimo, el subsuelo esconde pasadizos —hoy tapiados—que conducían al Monasterio de la Encarnación, el Alcázar Real, el cercano Palacio de la Inquisición —convento de las Reparadoras— e incluso hasta el cerro de Garabitas en la Casa de Campo. Un lugar donde, según la leyenda las almas de los difuntos madrileños, se reúnen para ir de su «Madrid al cielo».

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