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El Ebro en Miravet y la trama de los afectos

Las carreteras secundarias también llevan a ríos en los que el agua aún se cruza sin motor alguno

El Ebro en Miravet y la trama de los afectos CORINA ARRANZ

ALFONSO ARMADA

Para ver conviene alejarse, y luego zambullirse de cabeza en el río y en el libro. En Mora del Ebro, que no grita en los periplos turísticos (el reclamo más vistoso de su calle principal reza «ATAUDES SERRE») , se levanta un modestísimo homenaje a los «sirgadors», una pared de vulgar ladrillo: mientras en una cara un relieve cerámico muestra al «barquero» jalando la sirga para que la barcaza salve la corriente, la otra dice: «A ti gran río / fuente de vida / corriente de culturas / calle Mayor de Mora del Ebro». No está mal, dada la fatigosa prosopopeya que gastan los peritos en monumentos y los consistorios que los costean.

El «pas de barca» de Miravet deja de funcionar solo «quan bufa fort el cerç» o «quan el riu va molt crescut». El aviso es monolingüe, pero entendemos de qué va la vaina: «cuando sopla fuerte el cierzo», «cuando el río baja crecido». La barca es una barcaza formada por dos laúdes (lanchas típicas del Ebro), bautizadas con dos pioneros del ingenio patrio: Monturiol e Isaac Peral. Unidas por una almadía de tablones, un barquero pastorea el puente móvil ayudándose de una pértiga y una guía que corre por un cable de acero y evita que la balsa —en la que cabe nuestro flamante Mercedes C Coupé que es la admiración del viaje y dos vehículos más— se deje camelar por las corrientes.

«Ya en el siglo XII salvaban así el río. La de Miravet es la última que funciona sin motor en todo el Ebro, aunque aficionados de Zaragoza han montado una similar», cuenta Paco Navarro, que lleva 33 de sus 55 años de barquero, y que está pensando amarrar los «llaguts» (laúdes) si el cierzo arrecia. «Y luego dicen que lo del cambio climático es mentira. ¿Cuándo se ha visto tanto cierzo en verano?» .

Entre dos orillas

Es la mejor manera de llegar a Miravet, que debe casi todo al Ebro, tanto lo bueno como lo malo. De lo bueno habla Josep, de 65 años, tijera de podar en mano, junto a su huerto de finas peras ercolinas. Con cuatro hijos —«que tienen carrera y están colocados»—, siente que «la vida ha dado fruto. Cuando me siento a la mesa me quedo mirando a la mujer, los hijos y los nietos y me digo que ha valido la pena» . Ninguno se ha dedicado a la horticultura, y cuando se jubile se desprenderá «con pena» de los 2.500 cerezos de la familia, porque ninguno de sus hermanos se quiso dedicar al campo: «Es muy duro».

Sentado junto a su barca («Verge de la Cinta», varada en tierra), y su perro (Pastoret, «más educado y fiel que nosotros»), y un palo de regaliz en la comisura, con Enrique Fabregaz mueren «siete generaciones de barqueros» que llevaban mercancía «desde el Delta hasta Mora, Ascó y más arriba. Este río tenía mucha vida». Se levanta parsimonioso y recuerda las avenidas que, como un vía crucis, conmemoran azulejos en el Carrer del Riu. La peor, la de 1907, que llegó a un tercer piso y da para imaginar.

Hace algo más Arcadi Espada en «Ebro/Orbe», el libro más inteligente y melancólico sobre el más caudaloso de los ríos de un país divido por la hidrología y otros egoísmos, la España de los «afectos rotos». Desenmascara España la falsa foto de los republicanos cruzando el río en Miravet y recuerda que «la inundación de un pueblo es la versión espectacular, a gran formato, del drama silencioso y generalizado de la emigración, económica, política o moral: del hecho simple de que uno tenga que marcharse de un lugar sin quererlo». La barca y los puentes anudan dos orillas, la trama de afectos que tanto hemos descoyuntado los españoles.

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