Formas de consolación
Las carreteras secundarias conducen también a los placeres terrenales, esos que emergen de lo cotidiano
alfonso armada
El juego es tan serio como el que Nietzsche observaba en los niños. Si nos atenemos al adagio, de ello depende que el mundo no empeore. Tratamos de cumplir a rajatabla las reglas que adoptamos al inicio: evitar las autopistas, autovías y carreteras nacionales ... siempre que sea posible; no reservar para comer, cenar o dormir, y dejarse llevar por los accidentes y las tentaciones del viaje. Es así como llegamos a Consolación.
Sin darnos cuenta, pasamos Monroyo, de donde partía el desvío hacia Horta de Sant Joan y Miravet , y acabamos descubriendo Consolación, y un reclamo tan pijo como eficaz: «A delicious hotel». Se trata de una antigua ermita del siglo XIV reconstruida en el XVIII, como reza un dintel de piedra: 1731. Aunque los dueños dicen que «no es propiamente un espacio del hotel», recomiendan a sus huéspedes «destinar cinco minutos a su profunda observación». Situado en el kilómetro 96 de la carretera nacional 232, en el término municipal de Monroyo, comarca de Matarraña, donde las nubes y l os olivos se entienden a la perfección gracias a las chicharras , la geología y los rigores del clima.
Aliviada de culto metafísico, la nueva Consolación se dedica a los placeres terrenales sin ningún tipo de mala conciencia, con un gusto desaforado por los materiales nobles, el diseño de vanguardia y cierta pedantería expresiva en las formas y en el lenguaje con el que venden sus hallazgos. Parece un museo de arte contemporáneo de la comodidad. Y caro. Salvo una habitación en el edificio principal, el resto son cubos escondidos entre la vegetación autóctona , que se ha respetado tan escrupulosamente como al excavar la piscina, a la que se baja como al materialismo. Nada que objetar, salvo su precio . Por eso no nos quedamos a dormir. No están los tiempos para dispendios. Pero sí a comer. El estómago es un reloj de precisión.
Camino del cielo
Al frente de la cocina, lugar de paso, el artista argentino Gonzalo Benavides, que refrenda su fama. Los aperitivos son una sorpresa : quintaesencia de mojama con almendra, gazpacho de pepino o melón, helado de queso y mouse de morcilla con manzana ácida. El resto, platos compartidos —por economía y por probar lo más posible—: raviolli de queso de cabra y requesón de oveja con un salteado de tomates frescos, y cocochas de bacalao, garbanzos pedresillanos y cebollas asadas. De postre, rasqueta («dulce típico de Matarraña a nuestra manera», es decir: taquitos de calabaza, helado y almendra en polvo). Exquisito.
Con ese viático, y cuarenta euros menos, ya podemos ir camino del cielo : reconocer en la orografía de Horta el cubismo que leyó Picasso (aunque el pueblo es, como tantas otras cosas, mucho más hermoso de lejos que de cerca: desmañado, sucio, y con un sorprendente homenaje a Fernando VII deslustrándose en la Casa Consistorial) y acabar hallando cobijo en un hostal de Mora de Ebro —La Creu— en concordancia con Consolación, con una dueña —Noelia— tan amable como el camarero que nos sirvió los manjares que cocinó Benavides.
Pero con una salvedad que promete subsanar, una de esas tonterías sublimes de los nuevos arquitectos: que el retrete esté a la vista, tras un vidrio que nada vela. Hay intimidades que, como los juegos, necesitan ser preservadas a toda costa . Paradójicamente, el momento más consolador y maravilloso del día llega con la noche, en un chiringuito de Mora del Ebro a la orilla del gran río silencioso, en penumbra, con cervezas frías, aceitunas rellenas, patatas fritas, un sándwich y una hamburguesa. Todos son placeres terrenales. Que sea lo que Dios quiera.
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