El cementerio de los vehículos robados
POR Tatiana G. Rivas
El tramo de la Cañada Real Galiana que discurre por los 6,5 kilómetros del vertedero de Valdemingómez, perteneciente a Villa de Vallecas, es el lugar donde se pone fin al cuentakilómetros de buena parte de los vehículos que son robados en la Comunidad de ... Madrid. Después de haber dado un golpe con los mismos, de cometer un alunizaje, de hacerse con la mercancía que transportaba o de extirparle las piezas más valiosas para venderlas en el mercado negro, los «cuatro ruedas» son borrados del mapa en este lugar, calcinados o desguazados en distintas fases.
En este paraje infernal llegaron a aparecer el año pasado cerca de 250 vehículos, según informan fuentes policiales. Años atrás superaban los 300.
Son las doce de la mañana. Tres «rutas» de la Unidad Central de Investigación (UCI) de la Policía Municipal de Madrid patrullan en dos vehículos, de paisano, por los distintos tramos de este camino de la perdición. Forma parte de su labor diaria para «mantener el equilibrio» en este indeseado lugar.
Después de cruzar la colonia magrebí y la zona de venta de droga directa —al inicio de la calle de Francisco Álvarez— llegan a la rotonda que anuncia el centro de tratamiento de residuos urbanos de Valdemingómez. A unos 50 metros de ese punto se encuentran dos furgonetas calcinadas en la cuneta. Aún huele a humo.
Los agentes se dirigen hacia las mismas, pero en su camino se interpone un camión ocupado por dos individuos de etnia gitana. Les dan el alto. «Podrían ocultar motores o piezas de vehículos robados, entre otras cosas». Tras investigar el género y pedir la documentación —no poseer el permiso de conducir es el delito que más imputan los «rutas» en la Cañada Real— les dejan continuar.
Los funcionarios retoman su objetivo: los vehículos quemados. Un joven gitano, con la pierna derecha escayolada y, cual mecánico, vestido con un mono negro emblanquecido por la suciedad se afana de cuclillas en arrancar una de las puertas traseras del furgón. Ve a los policías y abandona su misión, lo que los municipales denominan como «la segunda tanda». «Buenos días, agentes», les saluda mientras deja caer un llave de tuercas en un cubo de plástico.
«Somos como buitres»
Se llama David. Tiene 34 años, seis hijos, vive en la Cañada y ejerce de chatarrero. «Somos como buitres. Vivimos de la carroña. Lo que queman unos y lo que dejan otros lo aprovechamos nosotros, los pobrecitos. Por lo menos con una puerta de estas mira la furgoneta comen nuestras criaturas», se justifica.
David indica que para los chatarreros de este lugar impera la ley del respeto. «Si hay otro quitando cosas, hay que dejarle». Mientras, «los rutas» analizan los vehículos. «Los han quemado esta noche», infoma el más mayor mientras busca el número de bastidor. «La furgoneta era nueva. Tiene un año solo», añade el más joven. Uno de los furgones aún no ha sido denunciado. «Probablemente su dueño todavía no haya comprobado que se lo han quitado», matizan. «Les interesan las piezas, sobre todo los motores, y los queman para no dejar huella. Muchas veces, el estado en que quedan hace imposible identificarlos», continúan.
Fichado el vehículo, la grúa está en marcha. «Ya no tenemos nada que hacer ¿no, jefe?», interviene David. «Iros a casa. No podéis tocarlas», le indica con firmeza el más veterano de los «rutas».
Los agentes continúan el examen por la Cañada. Paran «cundas», piden documentación, preguntan a los «machacas»..., analizan todo. En la zona más profunda de este poblado sin ley, donde la zona asfaltada se pierde, una familia calé brega con el chasis de una de las dos furgonetas quemadas a diez metros de su casa. Aún echan humo.
Uno de los parientes más jóvenes corta con una radial parte de los más de tres metros del férreo esqueleto. «Vivimos desde siempre de esto. Nos sacamos de 20 a 30 euros al día. Pero son para todos y somos 20», argumenta el patriarca, con las manos y los pies ennegrecidos de la grasa de los vehículos. Identificados los automóviles, finaliza el negocio para los chatarreros, pero por pocas horas: hasta que las llamas que borran el delito les avisen de una nueva ganancia.
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