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Los dibujos secretos de Carrero Blanco

El almirante los pintaba durante los consejos de ministros

BLANCA TORQUEMADA

Minucioso, observador. Temple en el trazo. Los dibujos que Luis Carrero Blanco fue dejando a lo largo de los años sobre la mesa del palacio de El Pardo en la que se celebraban los consejos de ministros del franquismo están hoy primorosamente recogidos en un álbum de tapas de tela adamascada. Los conserva el mayor de sus hijos, Luis Carrero-Blanco Pichot, quien explica que esta singular colección en la que confluyen una apreciable veta artística y el interés documental de lo poco conocido e inédito, llegó a sus manos poco después de que ETA asesinara al almirante en la calle Claudio Coello de Madrid el 20 de diciembre de 1973. Tras el magnicidio, su secretario Luis Acevedo, que había ido guardando los dibujos, los entregó a la familia: «Durante años, cuando iba hacia El Pardo, mi padre observaba algún árbol o animal, lo memorizaba, y luego lo iba dibujando durante la reunión del Gobierno. Como se ve, muchas de las cuartillas en las que están hechos tienen el membrete del Consejo de Ministros. Y algunos son de mucha calidad, parece que tienen relieve, se tocan casi». Junto a la estantería donde reposa la recopilación de esta desconocida faceta de Carrero hay además colgados varios óleos con motivos marineros. «También los pintó él —relata su primogénito—. Le entretenía mucho la pintura, como igualmente fue un magnífico escritor. Cuando sus amigos le preguntaban que cómo le daba tiempo a todo, él respondía que solo era cuestión de organizarse, porque las veinticuatro horas del día cunden si se reparten bien», apunta, al tiempo que señala una balda repleta de libros «unos suyos, otros sobre él. En ocasiones publicó obras bajo el seudónimo de Juan de la Cosa, y en otras con su nombre».

La pasión por la mar y por la Armada late en cada rincón de esta habitación del hogar filial, «sancta sanctorum» del estrechísimo vínculo de afecto y lealtad entre padre e hijo. «Los tres hermanos varones hemos sido oficiales de Marina. Y a mí me dio esta Virgen del Carmen que el mismo había pintado (descuelga el cuadro, de pequeño formato) y que me ha acompañado en todos los barcos en los que he estado destinado a lo largo de mi carrera», relata, mientras muestra los nombres de las naves, anotados a mano en el reverso, sobre el bastidor.

Sin ambición política

Cuando se han cumplido treinta y siete años del atentado que más interrogantes ha abierto en la historia reciente de España y está a punto de emitirse una serie de televisión sobre aquel cataclismo institucional y político, Luis Carrero-Blanco Pichot reivindica a su padre como «persona íntegra y coherente. Solo le movió su vocación de servicio a España y su sentido del deber. Porque aunque nunca se apartó de la Marina, sí tuvo que dejar los barcos, que eran lo que de verdad le gustaba. Algunos libros le han presentado como alguien completamente distinto de lo que era. Por ejemplo, cuando le pintan como ambicioso, cuando él nunca quiso ser político por ser político. Lo fue porque le llamaron». En efecto, Carrero se granjeó la confianza de Franco de manera casi accidental, en un episodio en el que además jugó un papel crucial para evitar que España entrase en la Segunda Guerra Mundial.

Recién acabada la Guerra Civil, el entonces ministro de Asuntos Exteriores, Ramón Serrano Suñer, se entrevistó con Hitler en Alemania y volvió empecinado en la idea de comprometer a España en la contienda al lado de los nazis. Franco reunió entonces a la Junta de Defensa Nacional (los ministros militares, el de Gobernación y el de Exteriores) para debatir la cuestión y encargó a los militares que hicieran un informe sobre la situación en la que se encontraban sus respectivas áreas de mando. Carrero-Blanco Pichot evoca cómo «el almirante Moreno, que era entonces ministro de Marina, llamó a mi padre y le dijo: “Carrero, mañana por la mañana necesito un informe sobre la situación de la Armada”. Así que él llamó a casa, le dijo a mi madre que no iba a ir a dormir, se quedó en su despacho y estuvo trabajando toda la noche. Al día siguiente entregó al ministro el informe, que era de quince o dieciséis páginas. Y después de la exposición de argumentos de cada cual, Franco le dijo a Moreno: “Almirante, enhorabuena, porque el informe es prácticamente perfecto”. Y el almirante, que era un caballero, contestó: “Mi general, esto no es mío, es del almirante del Estado Mayor Carrero Blanco”. Su papel para que España no entrara finalmente en la guerra había resultado clave, y eso que el documento que elaboró era puramente técnico: se limitaba a resumir que nos iban a dar bofetadas por todos los lados. Y a partir de ahí, al cabo de un año y unos meses le nombraron secretario de la Presidencia. Lo aceptó con la condición de no perder el contacto directo con la Armada, por lo que le dieron también un destino compatible de profesor de la Escuela de Estado Mayor de la Marina». Pero Carrero ya había entrado en la rueda y fue ascendiendo en el seno del Gobierno hasta que lo mataron: «Él era leal e hizo en todo momento lo que su jefe le pidió, por bien de su patria».

Leal al Príncipe

Luis Carrero-Blanco Pichot tiene muy claro lo que habría sucedido (eterna pregunta) si ETA no hubiera asesinado a Carrero Blanco. Y su versión es opuesta a la que han esbozado algunos periodistas e historiadores: «Una vez que ya había sido nombrado presidente del Gobierno, habría seguido todo el tiempo que Franco hubiera vivido, pero no más. Él mismo me lo dijo: “Cuando el generalísimo muera, yo tengo ya mi idea: le presento mi dimisión al Príncipe, y la va a aceptar”. Y hablaba con conocimiento de causa, porque él y el Príncipe tuvieron un trato intenso: eran distinas edades y diferentes formas de ser, pero Don Juan Carlos siempre fue muy leal con él, y viceversa. Mi padre le decía todo siempre tal y como era, con claridad. Por eso no doy crédito a los libros en los que las cosas no aparecen así. Por ejemplo, en el de Pilar Urbano sobre la Reina dice la autora que le dijo a Doña Sofía: “Señora, y si Franco hubiera muerto antes que Carrero, ¿qué habría pasado?”. Y supuestamente la Reina contesta algo así como que “nosotros no estaríamos ahora aquí en España”. En mi opinión, no puede ser verdad que dijera eso». «Entre otras cosas —aduce— existe una prueba física que conserva la viuda de mi hermano Guillermo y que es una pluma que, después de morir mi padre, el entonces Príncipe entregó a mi madre. Era la que él había usado cuando firmó su aceptación al Trono. Cuando se la dio, le dijo: “Nadie mejor que tú puede tener esta pluma porque si yo estoy en España es porque fue tu marido el que me convenció de que debía hacerlo”. Mi padre se mantuvo siempre al lado del Príncipe. Y cuando estábamos velando su cadáver, Don Juan Carlos nos acompañó y nos dijo, delante de muchos testigos: “¿Pero cómo no voy a estar yo aquí, si estoy en España gracias a vuestro padre?”».

Los recuerdos filiales aportan otro punto revelador sobre el carácter del almirante: «Dos o tres años antes de ser nombrado presidente del Gobierno, una mañana de verano en la que estábamos desayunando los dos juntos en El Escorial, se puso muy serio y me dijo: “Tengo un problema. Le he escrito una carta al caudillo presentándole mi dimisión”. Y como yo no lo podía concebir, me explicó: “No puedo estar en un gobierno donde hay determinada persona. Y como con Franco no voy a discutir, presento mi dimisión y ya está”. He hecho lo posible por encontrar esa carta, y quizá alguien la tiene, porque todos los papeles suyos que había en la caja de Presidencia habían desaparecido cuando fui a recogerlos. Pero esa carta la debió mandar, y Franco no hizo caso porque poco después hubo una crisis de gobierno y ese señor con el que mi padre no quería estar cesó. Claro que me dijo quién era, pero no lo revelaré. Para mí la palabra de honor es una cosa muy seria». Según Carrero-Blanco Pichot, esa dimisión no aceptada «demuestra el temple de una persona convencida de que a veces no hay más remedio que echar un pulso. No se puede decir a todo amén. Esa es la verdadera lealtad, no la adulación».

Puntos oscuros del atentado

En todo caso, lo que pudo haber sido y no fue quedó sepultado en una destemplada jornada de diciembre, cuando la banda criminal ETA catapultó con cien kilos de goma 2 el «dodge dart» en el que se desplazaba el presidente del Gobierno después de escuchar misa en los jesuitas de Claudio Coello. Como consecuencia de la brutal explosión murieron también el inspector de Policía José Antonio Bueno Fernández y el conductor del vehículo, José Luis Pérez Mogena. Ángeles, la hija de Carrero que le acompañaba todos los días al oficio religioso, no lo hizo esa mañana: «Mi hermana no fue porque el niño se le había puesto enfermo. No era su día, no cabe duda, porque casi siempre iban a misa juntos». Carrero Pichot quiere dejar claro su total desacuerdo con quienes reiteran que las costumbres demasiado fijas y rutinarias del almirante allanaron el terreno a los terroristas: «El director general de Seguridad, que entonces era un coronel que después ascendió a general, argumentó “es que Carrero hacía lo que quería”. Y no. Hizo lo que le dijeron que hiciera. Además, era mucho más fácil barrer todos los días kilómetro y pico de calle con tres policías y dos coches que vigilar cambios de recorrido. Eso era mucho más sencillo de controlar que si todos los días se hubiera hecho algo distinto».

Un atentado de esta naturaleza, además, perpetrado a dos pasos de la embajada de Estados Unidos y preparado a plena luz del día, «ha dado lugar a que a lo largo de estos años se hayan puesto en contacto conmigo muchos comunicantes que me hacían partícipe de cosas que no vieron claras. Los anónimos van a la papelera, pero a algunos de los que vienen firmados les doy más crédito. Que el Gobierno francés había ofrecido al embajador en París la entrega de los etarras y se hizo caso omiso está incluso recogido en un libro. Como si hubiera existido un interés en que esto no se tocara, o en que no se cogiera a los asesinos. Y duele mucho que después, pasados unos pocos años, prácticamente con las mismas personas que estaban en el sistema en el que mi padre fue presidente del Gobierno, se les concediera la amnistía a estos terroristas. Admito el indulto, en función de que por un cambio de la estructura nacional se decidiera indultarlos. Ahora bien, amnistiarlos como si fueran puros como niños de Primera Comunión...». En suma, opina, «hay muchas cosas que no sabremos nunca. ¿Cómo se puede hacer una obra con ruido, excavando, cuando iba a venir Kissinger a España y sabiendo cómo son los americanos, que cuando salen al extranjero lo barren absolutamente todo? Y aquí no se inmutó nadie...».

El turbio episodio desembocó en conmoción nacional e incertidumbre sobre el futuro de un sistema en estado agónico. La muerte de Carrero Blanco se selló con un solemne funeral «en el que Franco lloró físicamente, estaba profundamente afectado. Habían sido muchos años juntos». Sobre el magnicidio de 1973 se ha escrito a partir de entonces con algunos renglones derechos y otros torcidos o tergiversados, en opinión de la familia Carrero. Ellos prefieren preservar sus recuerdos, los de «un marino a quien le gustaba más hablar con sus hijos de barcos que de política». Los de un hombre «de religiosidad concienzuda, gran profesor y mentor a la hora de guiarnos por nuestra profesión y por la vida». Y los del autor «amateur» de hermosos dibujos con membrete de Estado.

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