Los hombres más odiados y ricos de la Edad Media: ¿cómo era la vida de un verdugo?
Se consideraban unos apestados que no podían tocar los alimentos que iban a comprar, cual leprosos. A cambio, recibían un cuantioso salario por su tarea
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Hacha enhiesta y una reputación más negra que la capucha que portaban para ocultar su identidad. La labor del verdugo, una de las más longevas de nuestra historia, ha sido tan malograda como odiada por nuestra sociedad. Y eso, a pesar de que ellos ponían el filo material, pero no seleccionaban con el dedo a la víctima. «La gente huye de mi, unos me miran con miedo, otros parecen tenerme asco, pero no soy yo el que mata, la que mata es la ley», explicaba Cesáreo Fernández Carrasco, el encargado de ajusticiar a los reos en el Madrid a finales del siglo XIX, en una entrevista.
¿Cómo era, entonces, la labor de un verdugo medieval?, ¿qué hay de verdad y qué de mentira en lo que nos han contado las películas? Tal y como explica el historiador Joel Harrington, autor de 'The Faithful Executioner: Life and Death in the Sixteenth Century', su tarea era seguida de cerca por un Estado ávido de extirpar la criminalidad de sus fronteras: «Había algo común en todos los países de la vieja Europa. Todos trataban de aplicar de la forma más eficiente posible su ley penal».
El fin moral del verdugo
El problema, en sus palabras, era que la mayoría de los malhechores y bandidos solían escapar. Aquello creaba un efecto llamada contra el que luchaba la justicia a través de nuestros protagonistas. «Cuando atrapaban a alguno daban ejemplo y acababan con ellos organizando un espectáculo público», completa. Así lo corrobora el divulgador histórico Juan Eslava Galán en una de sus obras más destacadas: 'Verdugos y torturadores' .
En la misma, el autor afirma que el paso de las décadas hizo que un evento ideado para dar ejemplo y evitar que la sociedad viera el crimen como una forma de vida se transformó en un verdadero circo. Ejemplo de ello es que, durante las ejecuciones en la España medieval , «el ambiente se caldeaba desde por la mañana» y «los menestrales abandonaban sus trabajos para concurrir, la recebada bota de vino colgando del hombro, al sabroso espectáculo». En Madrid, de hecho, los cocheros se paseaban por las calles al grito de «¡A dos reales al patíbulo!». Igual que cuando había corrida de toros.
El Doctor en filosofía Francisco Pérez Fernández también se adentra en el uso que los poderes hacían del verdugo en la Edad Media. En su dossier 'La figura institucional del verdugo como espejo público (siglo XVIII–XX). El ejecutor de sentencias y su variante psicológica', explica que sus ejecuciones públicas eran de «vital importancia» para la sociedad debido a que operaban como un teatro moral. «Tenían muchos elementos propios de un espectáculo cuya calidad se sometía inevitablemente al criterio de los asistentes y en cuya escenificación cobraba el verdugo, a menudo contra su voluntad, un papel central», añade. La triste conclusión es que la justicia no tardó en asociarse con la crueldad; y lo mismo pasó con nuestros protagonistas, quienes empezaron a ser vistos como sádicos personajes que adoraban la muerte.
Apestado, odiado y rico
Esa visión convirtió al verdugo en un personaje apestado, un sujeto que vivía en las afueras de la ciudad y al que no se le permitía pisar una iglesia. «Cuando se casaban, la boda se celebraba en su casa. Algunas escuelas ni siquiera aceptaban a sus hijos», añade Harrington. Este aislamiento significaba que estaban a la altura de las prostitutas, los leprosos o los delincuentes. Galán coincide en que «se convirtió en un personaje discriminado por sus convecinos» y en un «ser impuro que manchaba».
No le falta razón. La asociación de la figura del verdugo con la brutalidad hizo que sus conciudadanos eludieran su trato. «En algunos lugares se le prohibía poner las manos en cualquier género que estuviese en venta; tenía que ir al mercado provisto de una varita con la que señalaba lo que quería comprar. La mano del verdugo, como la del leproso, infamaba lo que tocaba; por eso era la que quemaba los libros condenados y la que tachaba los escudos nobiliarios de los caballeros acusados de alta traición. Nadie quería que sus utensilios entraran en contacto con este personaje maldito», añade Galán.
Por ello, en la Inglaterra del siglo XVII se le dotó de una máscara que buscaba preservar su anonimato. No para que causara más pavor; tampoco para que generara malestar entre los presentes. Nada de eso. Simplemente, para que pudiera vivir de forma apacible entre los ciudadanos de bien.
No obstante, ese mismo rechazo que generaba en la sociedad hizo que el verdugo obtuviese ricos beneficios a cambio de mantenerse en el puesto. Todo comenzaba por una buen sueldo al que se sumaban una serie de dádivas que podía recaudar entre los comerciantes y hosteleros de la zona. Algo lógico, pues en los días de ejecución estos hacían caja (en ocasiones, hasta tres veces más) a costa de su labor. «En diferentes lugares incluso recibía donativos en especie de manera gratuita, así como otras invitaciones, pues no eran pocos los que se negaban a recibir dinero salido de su bolsa», explica Pérez.
Por si fuera poco, también solía quedarse con alguna propina que le daban los familiares del reo a cambio de que no le hiciese sufrir en exceso. Según Harrington, lo más llamativo es que, a pesar de las retribuciones, la sociedad «no hacía cola, en principio, para ser verdugo». Todo lo contrario. La mayoría lo veían como un trabajo indeseable y los poderes locales debían «perseguir y acorralar» a algunos profesionales hasta que decidían asir el hacha.
Selección
Lo más habitual era que el seleccionado fuese un carnicero experimentado y versado en el oficio, una práctica habitual en Amberes. Aunque cualquiera era bueno para acabar con los reos. «En diferentes lugares de Centroeuropa, de suerte inopinada y como si se tratara de un rito de paso, era el adulto más joven de la ciudad el encargado de las ejecuciones. En Franconia había de ser el último recién casado de la localidad quien desempeñara el cargo, pues se consideraba que era una forma de pagar una imaginaria deuda contraída por su ingreso en la sociedad civil», añade Pérez.
No obstante, con el paso de las décadas este trabajo empezó a heredarse de padres a hijos. Así lo confirma el mismo Harrington, quien pone como ejemplo a Frantz Schmidt, un ejecutor del siglo XVI y XVII que dejó escritas sus memorias y cuyas vivencias ha estudiado al milímetro. «Su padre había recibido el trabajo por orden de un príncipe y, con él, comenzó una de las muchas 'dinastías ejecutoras' de la Edad Media», explica el autor.
Este cambió se unió al momento histórico, el siglo XVII, en el que se dio al verdugo el cargo de funcionario público. Esto hizo que su oficio terminase de profesionalizarse. En sus memorias, Schmidt afirma que, cuando apenas sumaba 19 años, tuvo que practicar sus golpes con varias calabazas y decapitar a un perro antes de que le declararan preparado para comenzar a matar personas. Harrington también explica que, en algunos países europeos, las leyes obligaban al verdugo a acabar con el reo con menos de tres golpes. Además, y si la ejecución se convertía en una carnicería, nuestro protagonista podía sufrir severas consecuencias. «Los verdugos podían ser atacados por espectadores furiosos. Si sobrevivían, las autoridades los castigaban reteniendo su sueldo, con el encarcelamiento o con el despido», afirma la profesora de historia Hannele Klemettilä-McHale.
Otras ciudades se limitaban a conceder cuantiosas recompensas a los verdugos que llevaban a cabo su trabajo de la forma más eficiente y limpia. Eso hizo que, muchos de ellos, se convirtieran en auténticos expertos de la anatomía humana. De nuevo, el ejemplo claro es el de Frantz Schmidt. Y es que, además de conocer los pormenores del cuerpo humano, también ejercía como médico. «Salvó a muchas más personas de las que ejecutó. Debemos olvidar esa imaegn de personaje encapuchado, anónimo y sádico», afirma Harrington. En palabras de Pérez, esto se ha replicado hasta el siglo XIX, cuando «empujadas por la necesidad o la mala fortuna, fueran muchas personas letradas –maestros, médicos, militares e incluso abogados– las que se interesaron por las plazas vacantes de verdugo cuando se presentaban las pertinentes convocatorias».
Este artículo fue publicado originariamente en agosto de 2019
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