Suscribete a
ABC Premium

EL PODER Y LA GLORIA

TODAVÍA no ha dimitido, que se sepa, el agudo vaticanista de la radiotelevisión italiana que interpretó como «un testamento y una renuncia» la última homilía del cardenal Ratzinger antes de convertirse en Papa Benedicto XVI. Aquel sermón, ciertamente compacto y tronante, contra «la dictadura del relativismo» con el que el albacea de Juan Pablo II saludó a los cardenales inmediatamente antes del cónclave que había de convertirlo en Pontífice de la Iglesia. Una homilía de contundente firmeza dogmática en la que los más avisados -con la excepción notoria del citado comentarista de la RAI- vieron el programa electoral de un candidato que daba, en el momento decisivo, el paso al frente que conducía directamente a la silla de Pedro.

Frente a otros Papas sorprendidos o abrumados por la elección del cónclave, el cardenal Ratzinger ha dado desde el principio la impresión de no asustarse en absoluto ante la gigantesca responsabilidad a la que ha sido llamado. Después de tantos años en el corazón de la Curia, muchas veces con las manos en el timón de la nave que Juan Pablo II dejaba bajo su control para dedicarse a su febril apostolado universalista, Joseph Ratzinger parecía considerarse a sí mismo perfectamente preparado para ceñirse la tiara pontificia. Basta ver el aplomo con que, tras saludar en el balcón a los fieles, se dedicó de inmediato a la toma de decisiones, para constatar que la Iglesia ha quedado en manos de un hombre que sabe lo que quiere y que está acostumbrado a hacer frente a las responsabilidades sin la menor sombra de duda.

Puede que la evidente contrariedad que la elección de Ratzinger ha suscitado en los sectores de la izquierda (la mayoría ajenos, por cierto, al mundo de la fe católica) obedezca en gran parte a la caricatura mediática que ha rodeado la figura del nuevo Papa, injusta con su transparente perfil dibujado a lo largo de varias décadas en primera línea de la opinión pública. Benedicto XVI es un intelectual sólido, un eclesiástico experto en los entresijos de la Iglesia y un profundo conocedor de los sistemas de poder. Es decir, una figura compacta que ofrece gran capacidad de liderazgo activo y escasas fisuras de vulnerabilidad.

Ésta puede ser la clave de su mayoritaria y rápida elección en esa asamblea de monarquía electiva que es el cónclave. Como me decía esta semana un avezado hombre de Iglesia, Juan Pablo II fue un Papa para el apostolado en un momento de crisis espiritual, y Benedicto XVI es un Papa para gobernar la Iglesia en una coyuntura de clara orfandad provocada por el eclipse de la potentísima personalidad del Pontífice desaparecido. Situados ante la tesitura de elegir un Papa de nuevo corte que impulsara una etapa de renovación o uno que atornillara un poco más el esquema dibujado por el carismático Pontificado de Karol Wojtyla, los conclavistas se han decantado por la segunda fórmula. Un eclesiástico firme, sólido, trabajador, experto, que asegure una base de continuidad y prepare a la milenaria institución eclesial para ajustarse a sí misma a las claves que depare el siglo XXI.

ÉSE es Benedicto XVI. Discutido como un dogmático conservador, la realidad es que hay en el mundo muy pocos especialistas capaces de resistirle un debate teológico. Ninguna crítica más pintoresca ha recibido estos días que la de ser un firme defensor del dogma y de la fe, esa condición de cancerbero de la ortodoxia que constituye, sin embargo, uno de sus avales más significativos. ¿Pues qué ha de ser un Papa sino un convencido intérprete de la fe y de sus dogmas que, en el caso de Ratzinger, conoce como nadie en sus más profundas dimensiones intelectuales y morales?

Pero, además, Benedicto XVI es un activista, un hombre de poder acostumbrado a la toma de decisiones, muchas de ellas desagradables, tanto que le han granjeado esa fama que le reprochan sus críticos. La Iglesia, experta en estrategias históricas, se ha decantado a través de su cuerpo cardenalicio por una figura fuerte que sirva de referencia en tiempos de confusión, de duda, de zozobra. También de relativismo, la palabra de moda que con tanta dureza pronunció Ratzinger en su ya célebre homilía programática. Frente al avance del laicismo militante, del buenismo abstracto, del fundamentalismo teocrático musulmán y de las religiones intimistas, el catolicismo se propone como un referente de iluminación espiritual que, en sus aspectos más dogmáticos, se muestra mucho más evolucionado y moderno que algunas teocracias sumidas aún en la más estrecha coexistencia entre los planos político, civil y moral. A los católicos les queda siempre el supremo acto de libertad que supone el albedrío individual, que la Iglesia ampara bajo el manto conceptual del perdón y la misericordia.

Frente a quienes ven a la Iglesia como un poder espiritual retardatario, la realidad es que se trata de una institución extremadamente compleja y versátil, capaz de extenderse al mismo tiempo desde las fronteras de la política convencional hasta las de la más dramática lucha contra la desigualdad y la miseria. Y es precisamente por su complejidad por lo que necesita de un liderazgo potente que establezca las pautas de referencia para comprometer a los fieles con un código moral esencialmente justo.

POR eso, quienes esperan comprensión eclesial hacia fenómenos sociales contemporáneos como el uso de los anticonceptivos o la evolución de la convivencia familiar están en su derecho de reivindicarlo en el seno de un debate siempre vivo en el cuerpo eclesiástico, que de hecho ha evolucionado sensiblemente en materia moral a lo largo del tiempo, y acaso siga haciéndolo con mayor o menor ritmo y versatilidad. Pero quienes desean que la Iglesia acabe aceptando modificaciones esenciales en asuntos como el aborto, la clonación de embriones o la manipulación genética tendrán que sentarse a esperar un horizonte de eternidad en el que el catolicismo se siente cómodo y sin prisa.

Benedicto XVI no va a ser, desde luego, el Papa del relativismo, pero es probable que tampoco sea el Pontífice inquisitorial que vaticinan voces apocalípticas acostumbradas a simplificar el perfil de un hombre bastante más poliédrico. De hecho, incluso un teólogo tan opuesto a sus tesis como Hans Küng, antiguo compañero de Ratzinger condenado por éste en sus interpretaciones revisionistas, ha pedido un prudente margen de confianza para el nuevo Pontífice, sabedor de que el cardenal alemán conoce a la perfección que las exigencias del Papado no son las del jefe de la Congregación para la Doctrina de Fe. Porque un Papa ha de manejar al mismo tiempo la doctrina, la fe, la misericordia, el apostolado y la política. Y en su inmenso poder espiritual existe un amplio margen para la sorpresa.

Pese a la presión popular a favor de un Papa carismático y de gran fuerza apostólica, los cardenales del cónclave han entendido que el carisma de Juan Pablo II yace con él en la cripta del Vaticano. Y han elegido a un hombre capaz de marcar su propio camino. El curial que manejaba el cuadro de mandos de la Iglesia mientras Juan Pablo extendía por el mundo su mensaje de bondad y de justicia. El teólogo que quizá conozca mejor ahora mismo los tránsitos complejos que comunican el poder y la gloria.

director@abc.es

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación