Suscribete a
ABC Premium

Fina de Calderón

UNA lesión de espalda me ha impedido asistir a la presentación del poemario La sed que dura, (Huerga & Fierro), de mi amada Fina de Calderón, ministra plenipotenciaria de las musas, hada madrina de los poetas, pitonisa de íntimos presagios, última descendiente de aquel Mecenas que entendió la gloria como un ejercicio de incesante donación. Quizá las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan no conozcan a Fina de Calderón; si es así, las urjo a que asistan a cualquiera de los recitales mensuales que, bajo el marbete de «Los miércoles de la poesía», organiza -y patrocina, costeándolos de su bolsillo- desde hace casi veinte años en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. Fina de Calderón funde en la mirada el perfume del mundo de Guermantes con la coquetería un poco perdis de la chica que aprovecha la ausencia de sus padres para pegarse un lingotazo de versos. Es la única mujer de cuantas conozco que, en vez de quitarse, se pone años; ella siempre dice que es vieja como el extinto siglo XX, pero basta reparar en su boca voluptuosa de carcajadas, en su conversación cosmopolita y loquísima, en su mirada ferviente y apenas núbil, para que decidamos que aún no ha cumplido los dieciocho.

En su niñez, escuchaba tocar el piano a García Lorca, que le contagió la pasión musical y esa especie de aristocracia gitana que todavía le arde en las venas. Se quedó cojita desde muy pequeña, pero ni las muletas ni el bastón han logrado arrancarle las alas de luz que adelgazan sus tobillos. En Francia conoció a Colette, cuando apenas se asomaba a la pubertad; luego compartiría descensos al París de los apaches con Jean Cocteau, Maurice Chavalier, André Malraux, Edith Piaf y otras mitologías de una época en la que aprendería el júbilo de vivir. Afrancesada hasta el tuétano, pero con sus entreveros de castiza jacarandosa, regresó a España, donde proseguiría su itinerario de deslumbramientos. Por aquellos años, Fina de Calderón gustaba de suplantar el bastón por una tizona (juraría que desenvainada) en la que apoyaba su cojera; este rasgo de excentricidad no siempre fue bien interpretado por los guardias urbanos, que, temerosos de que empezara a repartir mandobles, varias veces quisieron meterla en el calabozo. Cuando por fin le decomisaron la espada, Fina la sustituyó por un bastón superferolítico de poliuretano. Fina es que está como una bendita regadera.

En el frontispicio de La sed que dura, Fina de Calderón ha estampado estos dos versos que bastan para explicar una vida codiciosa de seguir exprimiendo sus dones: «Sólo quedan tres gotas en mi fuente... / ¡Y tengo todavía tanta sed!». El libro exhala una contenida tristeza elegíaca, un dolor muy discretamente destilado por el amor que se fue, mezclado con el ansia de mantener sus ávidos ojos amarrados al mundo. Mi poema predilecto se lo dedica a una fatigada silla que su madre utilizaba «para enhebrar la aguja, o leer o rezar, / según la brújula de sus quehaceres» y que todavía acoge el cuerpo maltrecho de la poeta, reuniendo «en su regazo dos cansancios». En otro lugar enumera, con sencillez funeral y franciscana: «Tengo miedo a morir, / a renunciar al pájaro, a la fuente, / a las altas campanas, / ! espadañas y torres, / al Tajo rumoroso...».

Siendo Fina de Calderón una chica de dieciocho años, entenderá el lector que exagera su sentimiento agónico. Ahora que ya nos ha regalado sus versos, esperamos que se decida de una vez a publicar sus memorias, espejo de azogue nervioso en el que habrá de contenerse el extinto siglo XX, que ella contempló con ojos fervorosos, recién nacidos al asombro.

Esta funcionalidad es sólo para suscriptores

Suscribete
Comentarios
0
Comparte esta noticia por correo electrónico

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Reporta un error en esta noticia

*Campos obligatorios

Algunos campos contienen errores

Tu mensaje se ha enviado con éxito

Muchas gracias por tu participación