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Volare

Ya saben, quien espera, desespera. Y la espera de un avión desespera al cuadrado, pues por mucho que algunos lo nieguen, volar, lo que se dice volar, no es un plato de gusto para casi nadie. Ni en el siglo XX ni en el siglo XXI. Y en Barajas, de esperas se sabe un rato. Hace unos años, los españolitos voladores parece que, al menos, guardaban el decoro, las formas, y se permitían incluso el lujo de mirar a la cámara como una familia bien avenida y dispuesta. Volar en los sesenta y setenta podía ser una necesidad, como mucho, un lujo. Ahora, salir por los aires es una costumbre, un uso social. Como coger el coche, el AVE o coger, sencillamente, las de Villadiego. Sabemos que los españoles de ahora van a Cayo Coco, a Bali, a Túnez, a la India, a las Maldivas, a hacer un master en Harvard o a revisar un balance de resultados en la Conchinchina. ¿Pero adónde iban los españoles de los sesenta? Hay que ponerle alas, y muchas, a la imaginación. Porque de viaje de novios se iba, todo lo más, a Granada, a Toledo, a Barcelona o al bar de enfrente. ¿A Europa? Para qué, si empezaba más allá de los Pirineos. ¿A estudiar en Cincinatti? Alguna hija de algún subsecretario. ¿A la final de la Copa de Europa? Quiá. Ni Manolo el del Bombo. ¿A hacer negocios? Como no fuese algún empresario juguetero de Ibi... Visto desde aquí, los españoles de los sesenta debían ponerse por las nubes para cobrar una herencia, ir al casino de Estoril, a echar una cana al aire -nunca mejor dicho- o a comprar cuatro cajas de ensaimadas en Palma de Mallorca, como mucho. Mis padres, sin ir más lejos, de aviones lo único que supieron es que eran los pájaros de mal agüero y que cuando aparecían sobre el cielo chispero de la Gran Vía les mandaban a todos y a toda prisa a la boca de Metro más cercana. Y yo mismo, para ir más cerca todavía, hasta bien entrada la treintena, lo más alto que había estado era en la montaña rusa del Parque de Atracciones o en el Alcázar de Segovia. Y por ver, el avión era ese extraño artilugio que aparecía en las películas, que repartía napalm a diestro y a siniestro o, en el mejor de los casos del que descendía el turista dos millones. Sin embargo, para este par de coleguitas capaces de echarse una cabezadita antes de ponerse a diez mil metros de altura subirse a un avión debe ser un hecho tan cotidiano como para otros calzarse un botellón en Malasaña. Barajas ha dado mucho juego. Jugando con las cartas marcadas del progreso, desde sus pistas España ha levantado el vuelo, se ha quitado la venda y se ha puesto ante los ojos horizontes lejanos. Desde el cielo han venido ideas, libros, películas, sueños, acuerdos, tratados y hasta un puñado de euros. En definitiva, lo que siempre habíamos esperado los españoles de las alturas: un milagro.

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