Inflación de prohibiciones
SE ha llenado el verano de prohibiciones como si alguien pensara que gobernar es prohibir, que el miedo guarda la viña y que los administrados somos los sospechosos habituales. Ya sé que el asunto no es de ahora -¡hay que ver la tabarra que nos dan con las alarmas sobre el excesivo endeudamiento de las familias!-, pero parece que los calores han acentuado la tendencia del Estado o sus Administraciones a llenarnos la existencia de advertencias amenazantes y restricciones a la libertad. El verano se ha inflado con expresiones negativas. No fumar en el campo, no utilizar demasiada agua, no a las barbacoas, no a viajar por carretera a la hora que nos plazca, no a conducir libre aunque prudentemente, no a consumir la energía que requiera nuestro confort o industria. Incapaz el Leviatán de proporcionar bienes y servicios, seguridad e infraestructuras, se erige en gendarme vigilante y decide inculpar al mundo mundial de lo que son sus propias carencias, su falta de capacidad para impulsar la riqueza colectiva y ampliar los ámbitos de libertad. En un taimado gesto invierte los papeles y sienta en el banquillo a quien ninguna culpa tiene de los eternos puntos negros circulatorios, del mal trazado y estado de las carreteras, de la falta de agua, de la ausencia de política energética o de los incendios forestales. Observen, además, que los estímulos a la pretendida buena conducta no tienen carácter positivo. No se incentiva ni premia al cumplidor, ni se le tienta con la bienaventuranza de quien sigue las normas, ni se orienta la conducta en una dirección creativa. Muy al contrario, el ciudadano es amenazado con la escasez o el castigo dentro de una estrategia disuasoria que lleva en su publicidad a los de Tráfico a comparar a quien supere los 140 km/h con una asesino múltiple como Charles Manson. El miedo es la pasión más poderosa y por eso la utilizan, no tanto quienes pretenden moldear un comportamiento, sino los que quieren dejar claro quiénes son los gobernantes, y quiénes los súbditos y por tanto los culpables. Sorprende que sea tan fácil despertar en la colectividad sentimientos de culpa, que los ciudadanos acaben pensando que se lo tienen bien merecido y que sólo a través del sacrificio y el ahorro pueden purgar sus pecados. Sorprende que acaben creyéndose que la energía y el agua son bienes escasos -en realidad, son simplemente caros o baratos- y que para incrementar nuestro bienestar debe fomentarse la anorexia económica. Es obvio que lo escaso y caro también puede adquirirse cuando el sujeto es excelente y ventajoso -y por tanto rico, como Suiza, como Japón- en otras áreas productivas. Menos llorar sobre las carencias inevitables, y más crear ventajas competitivas. Menos regular y prohibir, y más autocrítica administrativa.
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