La diagonal
IGNACIO CAMACHO
La ofensiva sobre Endesa, pilotada por la gran caja catalana, ha sido entendida de manera casi unánime como una segunda oleada de esta estrategia destinada a volcar sobre Barcelona la primacía estructural de los grandes parámetros de la economía española LA más perniciosa consecuencia de la irresponsable deriva emprendida por el Gobierno en la cuestión territorial ha sido el palmario rebrote de la desconfianza ciudadana en el equilibrio del Estado. Hasta que Zapatero comenzó a permitir a Maragall la reapertura del debate de los privilegios zanjado en la Constitución y los Estatutos de ella derivados, los españoles venían aceptando con relativa tranquilidad que la habitual voracidad de los nacionalismos periféricos estaba razonablemente contenida en los moldes de un mecanismo de solidaridad nacional. Pero en cuanto el fantasma federal ha asomado el pico de la sábana bajo la reclamación estatutaria catalana -por no hablar del tirón secesionista de Ibarretxe-, los demonios de la insolidaridad han empezado a golpear la tapa de la caja en que durante un cuarto de siglo los había encerrado el pacto constitucional. Suele darse en estos casos un mecanismo de acción-reacción que, si se deja al albur de los acontecimientos, acaba inoculando en la médula de la conciencia cívica un virus de enfrentamiento y desconfianza. Conviene decir, a tal respecto, que ese inquietante clima de suspicacia y zozobra lo han resucitado quienes sin recato aprovechan el plan rupturista de Zapatero para proclamar sin ambages su voluntad de exclusión y alejamiento del proyecto común en que nos hemos embarcado en los últimos veinticinco años. A partir de esa manifiesta tensión centrífuga, resulta difícil pensar que el resto del país pueda contemplar de manera sosegada la cada vez más evidente trayectoria de quiebra del equilibrio establecido en el mapa autonómico de España. En condiciones normales, digamos como las que gobernaban la escena pública antes de que el presidente del Gobierno emprendiese su plan neoconstituyente, un episodio como el de la opa hostil de Gas Natural sobre Endesa no habría pasado de la condición de terremoto económico con serios problemas para encajar en el marco de la libre competencia, o de una de esas batallas por el control de las grandes corporaciones que de vez en cuando sacuden la atmósfera de los despachos de la City madrileña, trasladados en los últimos tiempos a refulgentes edificios de las afueras de la capital. En las actuales circunstancias, sin embargo, es prácticamente imposible aislar el análisis de esta ofensiva financiera de las condiciones políticas en que se viene planteando la estructura del poder en España. Y ello no sólo porque, desde los tiempos de Duran Farrell, y desde luego desde los de Jordi Pujol, el «establishment» catalán haya pujado con fuerza por el control del sector energético nacional como soporte de su primacía industrial y económica. Sino, sobre todo, porque por primera vez en mucho tiempo, con mucha más fuerza que cuando González y Aznar se vieron obligados a pactar con el pujolismo para apuntalar sus mayorías relativas en los años noventa, la opinión pública tiene perfecta conciencia de que los poderes catalanes se saben ante una oportunidad histórica. A nadie se le escapa el enorme conglomerado con vocación de liderazgo que la burguesía catalana ha construido en torno a La Caixa, lanzada en los últimos tiempos a un acelerón hegemónico sin tapujos en el mapa industrial y financiero. Pero menos aún es disimulable la comodidad con que esta vocación está tomando cuerpo desde que el «lobby» catalán logró situar al inteligente y eficaz José Montilla al frente del Ministerio de Industria, en paralelo a la influencia que el proyecto de revisión estatutaria de Maragall cobraba en el debate angular de la política española. El relevo de Alfonso Cortina por Antoni Brufau al frente de Repsol representó en este sentido un primer gambito de apertura en el que la partida de ajedrez por el control de la influencia económica comenzó a decantarse del lado del nuevo «statu quo» propiciado con el visto bueno del Gobierno socialista. La Caixa tomaba posiciones directas en un movimiento de avance sobre la nomenclatura diseñada por Rodrigo Rato -que, por cierto, está que brama en privado desde su lujoso despacho del FMI en Washington DC- en las grandes empresas privatizadas por el Gobierno de Aznar. La ofensiva sobre Endesa, pilotada por la gran caja catalana a través de Gas Natural, ha sido entendida de manera casi unánime como una segunda oleada de esta estrategia destinada a volcar sobre Barcelona la primacía estructural de los grandes parámetros de la economía española. Tan peligroso o más que este desplazamiento de ejes es el fenómeno que subyace a movimientos como el de la opa sobre la eléctrica líder, y que no es otro que la utilización subterfugial de entes de finalidad bien precisa, como las cajas de ahorros, para reconstruir un sector público desmantelado por Aznar con indudable éxito para la liberalización de nuestra economía. Se trata de una trampa de sumo peligro, pues no sólo viene a renacionalizar los sectores privatizados, sino que encima lo hace bajo la influencia de unas autonomías caracterizadas por su voracidad en el gasto y, en casos muy señalados como Cataluña o el País Vasco, por su declarado desapego al proyecto colectivo de España. De ahí que la maniobra sobre Endesa no haya podido pasar ante la opinión pública como la simple dentellada de una pujante corporación industrial que -contra la doctrina del Libro Blanco de la Energía auspiciado por José Montilla- abre sus fauces por las bravas sobre una eléctrica gigantesca, lastrada en los últimos años por una palpable falta de dinamismo. Y los primeros en verlo de otro modo han sido ciertos medios de comunicación barceloneses próximos al tripartito de Maragall y Carod, que no han dudado en tildar el envite de «jaque catalán» contra la «caverna mesetaria». Aunque a partir de este primer asalto es probable que los avatares de la célebre opa se encaucen por una lógica más directamente financiera, y aunque el Gobierno haya procurado con delicadeza no aparecer como muñidor de una maniobra que evidentemente le complace sobremanera, la sensación de estar ante una operación de estrategia política ha calado ya en la sociedad española. Y los demonios de la desconfianza han saltado a sus anchas por la piel de la nación, estimulados por la lluvia de reclamaciones, bravatas, presiones y zarandeos que últimamente proviene del noreste con la reiteración de una tormenta. El peligro de esta clase de climas es que deriven en episodios de visceralidad colectiva, como ocurrió con la campaña contra el cava que golpeó al sector vinícola catalán en las pasadas navidades. De ahí la cautela con que los directivos de La Caixa han empezado a dirigir sus pasos en la última semana, preocupados ante la posibilidad de que la ira «mesetaria» acabe perjudicando a su ejemplar trayectoria financiera en todo el territorio español. Pero las cosas son como son, y no como uno pretende que sean. Cuando los empresarios catalanes, y hasta la directiva del FC Barcelona, se manifiestan a favor de un nuevo Estatuto que España percibe como claramente lesivo para el equilibrio nacional; cuando Carod y sus «camisas grises» levantan día sí y día también amenazas chulescas sobre la cohesión del Estado; y cuando el Gobierno mismo decanta de manera inequívoca sus prioridades hacia ese conflicto claramente artificial, es casi imposible pedir a la opinión pública que no caiga en reduccionismos ciertamente primarios. Porque lo que esa opinión pública constata es que Zapatero y sus aliados quieren dibujar en el mapa político de España una diagonal de privilegios que baja desde el Cantábrico hasta el Mediterráneo siguiendo el curso del Ebro, y por debajo de la cual puede quedar un amplio territorio claramente condenado a una segunda velocidad política y económica. Una sensación que los brillantes ejecutivos que plantan sus reales en otra Diagonal, la señorial avenida barcelonesa, deberían calibrar para medir el verdadero impacto de sus decisiones estratégicas. director@abc.es
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