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TRANQUILO, JOSÉ LUIS

El Príncipe de Asturias, al inaugurar el pasado viernes un foro parlamentario internacional en Bilbao, se refirió, en presente, a la «vigencia y el respeto a nuestro ordenamiento constitucional». Así que no sólo debemos a esa estabilidad nuestro progreso desde el 78, sino que, al parecer, estamos hoy en esa tranquilizadora situación. La afirmación tiene el tono de la excusa no pedida ya que no es fácil imaginar a Isabel II o al presidente de la República francesa -o a sus hijos, salvando las distancias- saludando a los visitantes extranjeros con el mensaje de que allí se respeta el orden constitucional. Cuando se propuso modificar en la Constitución los derechos hereditarios de la Corona, ésta nos dijo expresamente que no había prisa. Ahora, aunque sea de escorzo, que no pasa nada.

Pero pasar, pasa, porque, constatado el contagio del nacionalismo o sus consecuencias, los poderes autonómicos y los partidos que los detentan se dedican a quebrar, o a pretenderlo, el principio de soberanía (y el de igualdad) recogido en la Constitución. Se quiere que no haya una, sino varias, aunque sean -no se sabe cómo- «compartidas», según la fórmula que ahora vuelve a poner de moda el presidente del PNV, Josu Jon Imaz. José Luis Rodríguez Zapatero, desbordado por los acontecimientos, puede repetir hasta la saciedad que el término «nación» en el nuevo Estatuto catalán es relativo y poco o nada preocupante (razón por la cual podría eliminarse, en vez de ser subrayado), pero la «nación de naciones» de Maragall es dar carta de naturaleza a una compartimentación de la soberanía que, más allá de no tener encaje constitucional, es un torpedo al sistema democrático español. Y qué decir de la igualdad: el vicepresidente nacionalista de la Xunta, con ejemplos menos sutiles, habla ya de comunidades autónomas de primera y segunda división.

Los poderes autonómicos, con el apoyo de pretendidos teóricos o interesados acompañantes, ya sea por presión nacionalista o por mimetismo, se muestran ajenos a un proyecto político español soberano y unitario. Incluso al suyo propio, autonómico, basado en los intereses de los ciudadanos (al menos si son ciudadanos españoles que tienen residencia en las diferentes comunidades). España, lejos de ser una comunidad política soberana, debe ser una permanente construcción por consenso.

Ha sido el que definió España como la suma de comunidades autónomas, el que animó a que se pidiera cuanto se deseara para estar a gusto, el que ha querido inventarse, sin apoyo constitucional, una Conferencia de Presidentes que tome decisiones, real o aparentemente, sobre la política española. El Parlamento, que iba a ser el centro de la política esta legislatura, se ha convertido en una caja de resonancia de los particularismos que se las quieren dar de soberanos. Ahora le preocupa más el mercado que lo «simbólico». Quizá el Príncipe le tranquilice.

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