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¿Qué hacer con el Senado?

LA actualidad de las últimas semanas ha situado en primer plano la posición del Senado en nuestro sistema constitucional. La Cámara Alta (así llamada históricamente por razones de protocolo) interpuso el veto contra el polémico proyecto de ley de matrimonio homosexual. Poco después, el Congreso levantaba ese veto y la nueva norma se aprobaba tal y como había llegado al Palacio de la Plaza de la Marina Española. A mediados del pasado diciembre ocurría los mismo: los senadores vetaban, por primera vez en la historia de la democracia, los Presupuestos Generales para 2005. Una semana después, el Congreso volvía a levantar el veto. Sin que se consolide su función como Cámara de representación territorial y burlada en esta legislatura como Cámara de segunda lectura, el Senado atraviesa una crisis de identidad.

Quizás se trata de la víctima principal de la indefinición del modelo territorial establecido por el título VIII de la Constitución. El artículo 69 la define como «Cámara de representación territorial», pero ni el mecanismo electoral (que da primacía a los senadores elegidos en circunscripción provincial) ni sus funciones limitadas permiten llevar a la práctica aquella definición bienintencionada. En efecto, el Senado está sujeto a fuertes restricciones en el procedimiento legislativo. Debe pronunciarse sobre los proyectos de ley en un máximo de dos meses, que se reduce a veinte días por motivos de urgencia: con estos plazos, es paradójico que se hable de la «reflexión» para justificar el papel de este tipo de Cámaras. El Congreso puede levantar el veto o rechazar las enmiendas senatoriales con relativa facilidad, de manera que se trata de un obstáculo fácilmente superable. El Gobierno no depende de la confianza del Senado: no interviene en la investidura, ni en la cuestión de confianza o en la moción de censura. Su función de control se reduce a los mecanismos ordinarios de preguntas, mociones e interpelaciones, cuyo eco en la opinión pública suele ser muy reducido. Pero aún peor que estas limitaciones jurídicas es la nula voluntad de los partidos por revitalizar la institución. Con el tiempo, se ha convertido en refugio de políticos en retirada o de perdedores en las querellas internas de su formación política. El debate sobre el estado de las autonomías se aplaza una vez tras otra y la presencia del presidente del Gobierno se reduce a contestar de cuando en cuando alguna pregunta aislada. Los presidentes autonómicos tampoco se dejan ver por el Palacio de la Plaza de la Marina, salvo cuando éste se convierte en «salón de convenciones» para acoger la conferencia inventada por Rodríguez Zapatero. En definitiva, el Senado cumple con cierta dignidad alguna de sus tareas (por ejemplo, la mejora técnica de los proyectos de ley o los informes de las comisiones de estudio), pero su bajo perfil y escasa presencia en los medios exigen un serio replanteamiento de su función.

No se trata, sin embargo, de reformar por reformar, como parece pretender el Ejecutivo socialista. Tampoco es cuestión de embarcarse en aventuras de corte federalista que rompen las reglas del juego de un sistema pensado a partir de otros parámetros. Hay que saber primero qué pretendemos los españoles para vertebrar nuestra organización territorial y sólo entonces estaremos en condiciones de fortalecer el Senado como pieza maestra del sistema. De lo contrario, vamos a empezar la casa por el tejado. En todo caso, los partidos nacionalistas no tienen ningún interés en ello, porque prefieren una relación bilateral con el Estado y no desean incorporarse al debate colectivo. Gobierno y oposición se reprochan mutuamente la falta de voluntad para avanzar, pero nadie se atreve a decir en voz alta que el problema consiste en que no existe una meta. Se han aportado ideas de todo tipo, muchas de ellas abstractas y sin sentido práctico. Ni siquiera hay acuerdo sobre mecanismos tan sencillos como la designación de los ex presidentes del Gobierno y otros altos cargos como senadores vitalicios o la especialización de la Cámara en temas europeos, lo que abriría un margen razonable para la reforma.

Se impone un pacto de Estado al más alto nivel, pues se trata de una importante reforma pendiente de un órgano legislativo que cuenta con un altísimo presupuesto y que no termina de salir de sus horas bajas. Pero para encararla, el Gobierno debe saber antes dónde quiere llegar, no emprender ese camino sin haber calibrado antes cuál es la meta, improvisación a la que nos tiene acostumbrados el Ejecutivo presidido por Zapatero.

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