Estercolero electrónico
Un lector denunciaba ayer, en la sección de «Cartas al director», el infinito estiércol que abruma las páginas de Internet. El denunciante se refería a los mensajes risueñamente delictivos, xenófobos y oligofrénicos con que cualquier usuario puede tropezarse en los foros de los portales apadrinados por compañías como Terra. Y es que el llamado Internet (con mayúscula mayestática, como si fuese una emanación divina) corre el riesgo de convertirse en el receptáculo indiscriminado de la grosería, la abyección y la mentecatez elevadas a la enésima potencia. La masa informe, a la que tradicionalmente se asignaba un papel pasivo en el flujo de información, adquiere gracias a Internet un protagonismo que hasta hoy le había sido escamoteado. Esa masa, resignada a un destino subalterno, de repente tiene entre sus manos un instrumento que actúa como divulgador automático de sus ocurrencias, no importa que estas sean disparatadas o mezquinas, banales o aberrantes. Del mismo modo que las puertas de los retretes públicos acogen las inscripciones chuscas del primer tarado que, en mitad de un aprieto, siente la necesidad irreprimible de dejar inscrito allí su testimonio, Internet se ha convertido en el gran tablón de anuncios de los descerebrados, de los flatulentos, de toda esa patulea que, asustada de su propia vulgaridad, se refugia en el mundo virtual para estampar sus sandeces.
Gracias a Internet, la necedad más cochambrosa puede adquirir el rango de noticia, o al menos investirse de cierta notoriedad. Es la rebelión agropecuaria de unas masas que ya no se avergüenzan de sus propias bajezas, sino que se regodean en ellas y se consuelan con ellas y que, al divulgarlas, creen haber conquistado una parcela de protagonismo que la vida les niega. Internet ha sido entronizado como una especie de paraíso democrático para esas masas que han dimitido de sus complejos ancestrales y se refocilan en su propia mierda, con una complacencia que espanta. Cuando Internet aterrizó en sociedad, no faltaron quienes exaltaron su condición de vehículo de la libertad: ahora ya empezamos a saber que esa libertad incluye también la apoteosis de la chabacanería, la celebración caótica del exabrupto arrebatado y bestial, de la calumnia y el vilipendio. Lo más sorprendente del asunto es que, con frecuencia, quienes prestan su asilo a esta retahíla de flatulencias mentales son compañías perfectamente legales, que cotizan en Bolsa y se pavonean como estandartes de la modernidad.
El irritado lector que escribía en la sección de «Cartas al director» exigía que este mundo virtual estuviese también sometido al Derecho. No se me ocurre otra exigencia más ecuánime y atinada; sin embargo, nuestros gobernantes, que se apresuraron a dispensar su bendición a Internet, como quien reconoce el advenimiento de un nuevo Mesías, no se han preocupado de prevenir estas formas de delincuencia espontánea. No me estoy refiriendo a la delincuencia organizada y estrepitosa que, de vez en cuando, provoca intervenciones policiales, sino a otra delincuencia, quizá más venial o chapucera, pero incesante, que encuentra alojamiento en Internet: apologías del crimen, apelaciones turulatas a los más sórdidos instintos del hombre, insultos a granel dispensados con una impunidad engreída de sí misma. Si no lo remedian pronto, Internet corre el riesgo de convertirse en un foro desquiciado donde se conciten las más abracadabrantes desviaciones y psicopatías.
Sabemos que ocho de cada diez páginas de Internet son pestíferos lodazales donde cualquier espíritu sensible podría perecer atufado. Sabemos también que ese prodigioso vehículo de información corre el riesgo de convertirse en el sarcófago de nuestras más vergonzantes vilezas. Algunos transigirán con este colonialismo de la degradación, aduciendo que toda sociedad requiere aliviaderos por los que poder evacuar sus inmundicias; pero somos muchos los que pensamos que esos aliviaderos deben ser clausurados, aunque tanta mierda obturada haga estallar Internet en mil pedazos.
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