curiosidades
Gazpachuelo, un plato con memoria y seña de identidad de la gastronomía malagueña
De origen humilde y ligado a la vida marinera, el gazpachuelo ha pasado de sopa de subsistencia a icono gastronómico de Málaga, con versiones que van del recetario popular a la alta cocina
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Cristina Torres
Málaga
Hay platos que, más que recetas, son relatos de un lugar. En Málaga, el gazpachuelo ocupa ese papel. A primera vista puede desconcertar: una sopa blanca, donde el caldo caliente se liga con mayonesa. Cualquiera que no conozca la receta, sea o no ... muy hábil en la cocina, puede preguntarse«¿echar mayonesa a un caldo caliente? esto no es una buena idea»,
Sin embargo, esa aparente rareza se convierte en una de las señas de identidad más queridas de la provincia. Nació como un recurso de subsistencia en los barrios marineros —con El Palo como epicentro—, cuando las familias de pescadores se valían de lo que había a mano: agua, un huevo, aceite de oliva, pan duro y, con suerte, algún pescado o marisco recién salido del mar. El resultado era un plato reconfortante para los meses fríos, barato y capaz de alimentar a toda la familia.
No es casual que el refranero popular lo bautizara como «comida de duelo». Era socorrido en tiempos difíciles, una sopa que llegaba a todas las casas porque con poco se hacía mucho. Con el tiempo, las versiones se multiplicaron. En la costa se añadieron patatas, arroz y pescado blanco como la merluza o el rape; en el interior se adaptó con aves o incluso con piezas de caza menor. Siempre con la misma clave: un caldo humilde ligado con mayonesa.
Entre el mar y la mesa
El gazpachuelo es, en esencia, un reflejo de la identidad malagueña. Una cocina de frontera entre el mar y la huerta, ingenisa en la forma de aprovechar lo disponible. No faltan las anécdotas que hablan de su carácter popular: se cuenta que en épocas de escasez había familias que, sin pescado a mano, hervían piedras de la orilla para dar al agua cierto recuerdo a mar antes de añadir la mayonesa.
Lo que se mantuvo inalterable fue su color blanco, símbolo del plato. Esa base permite todo tipo de variaciones: hay gazpachuelos con claras cuajadas, con pan a pellizcos como en las versiones más primitivas, con arroz que alarga la sopa o con patata mantequilla que le da consistencia. Lo mismo ocurre con los acompañamientos: desde simples trozos de pescado de roca hasta mariscos de más rango, como almejas, gambas o incluso carabineros en sus versiones festivas.
Evolución y reinterpretaciones
El gazpachuelo ha viajado de las mesas humildes a los restaurantes más reconocidos. Durante años fue un plato asociado al hogar, difícil de encontrar en cartas debido a lo delicado de su preparación: no es fácil mantener ligada la mayonesa con el caldo sin que se corte. La técnica requiere paciencia, templar la salsa poco a poco e ir añadiendo caldo con suavidad hasta conseguir una crema homogénea. Esa dificultad explica que durante mucho tiempo se resistiera a entrar en los menús.
Hoy la historia es distinta. El gazpachuelo ha dado el salto a la alta cocina y se ha convertido en terreno de creatividad. Hasta compite en congresos gastronómicos de alto nivel, como el Salón Gourmets de Madrid, donde Eme de Mariano conquistó a Martin Berasategui.
Hay versiones que lo tiñen con ingredientes como la remolacha o la zanahoria morá, otras que lo enriquecen con corales de marisco y algunas que lo reinterpretan en clave contemporánea, convertido en salsa para carnes, en espuma o incluso en versión dulce con leche, kumquat y azúcar. También existe la llamada «sopa Viña AB», donde se le añade un chorreón de amontillado, ejemplo de cómo la tradición y la picardía comercial se dan la mano.
El gazpachuelo, identidad malagueña
Más allá de las modas, el gazpachuelo mantiene intacta su condición de plato de identidad. Para muchos malagueños, es lo primero que se echa de menos cuando se está lejos. Esa conexión emocional explica que cuente con asociaciones de entusiastas, libros dedicados a sus múltiples recetas e incluso un documental. El gazpachuelo no es solo una sopa: es un símbolo de pertenencia, una manera de reconocerse en los sabores de la infancia.
Hoy, en los hogares se sigue preparando como siempre, y en los restaurantes se reinventa sin perder el alma. Un plato que comenzó como humilde alimento de pescadores y que ahora se pasea con orgullo por las cartas de la alta cocina. Una sopa blanca, cálida y aparentemente sencilla que guarda en su interior toda la historia de una tierra.
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