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Fútbol

Las mil resacas de Jack Grealish

Premier League

El 10 del Manchester City pasó más de 50 horas de juerga después de ganar la Champions League el pasado sábado. Nada nuevo para el genial atacante de Birmingham, cuya leyenda en el submundo de la noche es alargada

Grealish, vodka en mano, dedica unas palabras a la afición del Manchester City EP

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Lo peor de la resaca no es el dolor de cabeza, la fragilidad estomacal o cualquier otro mal físico; lo peor de la resaca es la culpa. Los remordimientos del exceso y las vergüenzas sobre los actos de tu yo de anoche regresan como un vendaval al pensamiento en el interminable mediodía. Y no hay nada que puedas hacer para aliviar esa pena. Este sentimiento asedia a la mayoría de mortales; sin embargo, hay un pequeño grupo de elegidos que incluso saben disfrutarlas. Uno de ellos es el número 10 del Manchester City, Jack Grealish. Un hombre que, con 27 años y cierta gracia, convive con una dilatada amalgama de leyendas en el mundo del vaso. Porque las 50 horas ininterrumpidas que pasó de fiesta después de levantar el sábado la primera Champions League de la historia celeste conforman una mera anécdota más, quizá no la última, de su inevitable idiosincrasia.

Probablemente no fuese su primera borrachera, pero el mundo del fútbol descubrió a lo grande uno de sus pecados adolescentes en el verano de 2015. Después de una juerga sin final, Jack, totalmente ebrio, durmió en una calle de Tenerife junto a un paquete de tabaco rozando su brazo. Grealish tenía 19 años y había sido uno de los pocos jugadores potables de un Aston Villa que, aunque consiguió mantenerse en la Premier, empezaba a oler a equipo de Championship. La temporada siguiente, el club al que llegó con seis años —donde su tatarabuelo se convirtió en leyenda tras levantar la FA Cup de 1905—, confirmó sus males en una temporada ridícula. Solo la ironía servía de consuelo ante un descenso que era evidente desde Navidad y el 'He drinks when he wants, Jack Grealish, he drinks when he wants', aludiendo a las borracheras de su canterano sonaban con frecuencia en Villa Park.

Pero esta no es una historia de redención ni de causas perdidas; es la experiencia de un chaval que conoció todas las aristas de un desmadre. Porque al mismo tiempo que el de Birmingham exprimía su talento en la Segunda inglesa, construía un físico de jugador de élite y trabajaba por ser un imprescindible en el equipo de su corazón, sus salpicadas excentricidades extradeportivas alimentaban a ese gigante inglés llamado morbo.

Grealish gastaba (y gasta) un rapado inverosímil, tenía (y tiene) pinta de estar bajo las órdenes de Tommy Shelby y vestía (y viste) como un paisano suyo en la noche más salvaje del Levante. También capitaneaba al Aston Villa con 23 años cuando recibió un puñetazo por la espalda de un aficionado del Birmingham City en un derbi en St Andrew's. Pocos minutos después de levantarse del césped estoicamente, Grealish marcó el gol de la victoria y selló el momento más icónico de la campaña del regreso de los villanos a la élite. Además, sus conducciones con el balón cosido a su bota derecha, su natural capacidad de atracción, su pletórica autoestima, sus diminutas espinilleras, sus calcetines a media asta e, incluso, su chulesca sencillez empezaban a hacer de él un futbolista de culto.

Llegó al fin a la Premier y al instante se convirtió en uno de sus nombres propios. Cargó el peso del Aston Villa en sus hombros; lo salvó en su primera temporada con un golazo contra el West Ham en la última jornada de aquel fútbol pandémico y lo dejó, saneado, en las medianías de la clasificación al curso siguiente. Entretanto, un día después de pedir al personal que se quedase en casa, sin oposición ninguna, estrelló su coche mientras se saltaba el confinamiento. Salió del Land Rover en pantuflas y aguardó la inminente llegada de la ley apoyado en la acera. El mediapunta inglés, con esa habilidad innata para ser grabado, pagó 150.000 libras de multa, pidió perdón y, sin inmutarse demasiado, siguió haciendo un fútbol brillante. La explicación es simple: Jack es un hombre fiel a su índole dualista que riega su normalidad con algunos destellos de genialidad y algunos escándalos.

Irse de casa

Para pena de tantos nostálgicos de un fútbol pasado, el City pagó 120 millones de euros por él hace dos veranos. La oferta se intuía irrechazable y su amor natal a los de Villa Park se pausaba. Sin embargo, firmaba en un lugar donde el peso de las expectativas puede ser insoportable. De hecho, se fue de casa y fue invadido por la timidez en el verde. Se ahogaba en la soledad del jugador de banda, ralentizaba el ataque citizen en el último tercio, sufría al no ser el epicentro del juego ofensivo... El 10 fue solamente un recurso en su comienzo de celeste mientras las dudas sobre la calidad de su fútbol se multiplicaban en el análisis público. ¿Cómo un jugador que siempre fue protagonista lidiaba, de repente, con la cotidianidad?

Poco a poco, la tapa de su fútbol efervescente comenzó a ceder. Guardiola, que no suele errar en el tacto con el talento, le halló un lugar en la derecha y, desde el ocaso del curso pasado, Grealish es indiscutible en los onces del Manchester City. Es más, su maridaje con De Bruyne, Haaland y Bernardo Silva en este curso que acaba de terminar es de lo más bello que el fútbol ha presenciado en los últimos tiempos.

Al fin, el sábado, tras consumar el triplete con la primera Copa de Europa de un club que pasó 100 años a la sombra de su vecino, Grealish saboreó la resaca de la redención. Había sido clave en el título (bien se acuerda Carvajal de su enorme semifinal), la euforia era desmedida y, sobre todo, no tenía que elaborar perdones en retrospectiva. Como las redes sociales han documentado, el de Birmingham bebió cantidades industriales de cerveza y vodka, fue bañado de champán por su compañero de risas Haaland, estuvo más de 50 horas de fiesta —incluida una escapada a Ibiza en la tarde del domingo con gran parte de sus compañeros de gesta— aún con la equipación celeste adherida a su piel, tuvo que ser escoltado por Walker en la vuelta a Inglaterra tras el fervor ibicenco y, luego, mágicamente, sin dormir, prolongó la fiesta en el bus del equipo por las calles de una lluviosa Mánchester. «Ha sido el mejor día y la mejor noche de mi vida», decía Grealish a su hinchada ya en el final de un largo lunes, envuelto en una resaca de dimensiones bíblicas, con el micrófono en una mano y la botella en la otra.

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