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La nueva Gramática

Ha tardado once años en gestarse y siglos en concebirse. Lleva dentro, según dicen, todos los giros, todas la hablas, todas las miniaturas y colosos, todos los modos, declinaciones, sintaxis y regímenes tributarios de nuestro idioma a los dos lados del Charco, o sea, en los veintidós países -con sus más de cuatrocientos millones de hablantes- que lo practican a diario para entenderse y entender la vida, que falta nos hace. Consta de dos volúmenes, como lirios gemelos: uno para las mimbres y otro para ir trenzando la canasta.

El verbo es el principio y el final de las cosas. Es la patria del hombre frente a la inmensidad y el sumo caos. Su plata más allá de la avaricia. Su ancla más paradójica y compacta. Su madre morfológica y nutricia. Es también el lugar donde la rosa debe a su nombre su belleza exacta. Es una forma de apresar el tiempo (sus ruidos, sus paisajes) en marañas de hipérboles precisas, anáforas, sinécdoques, metáforas, sinestesias que todo lo confunden, hipálages que todo lo desplazan.

Algo debemos hoy a la Academia. A la nuestra y a todas sus hermanas. Y a don Ignacio Bosque, que coordinó el esfuerzo. Y a todos los notarios de esta fe en nuestra lengua, que es española, y es americana, y ya es universal como un violín o un mito, o un Morse de encendidos telegramas. Bajo esta intensa luz recién amanecida, Mío Cid se está leyendo a Vargas Llosa, Octavio Paz a Lope, Borges a Bécquer y Boscán a Larra. ¡A los tiempos!, que dicen allá en Quito. Porque sos el final de un laberinto, salve, nueva y ubérrima gramática.

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