Irrepetible Suárez
LOS fantasmas del olvido, que, como tela de araña, tienen presa la mente de Adolfo Suárez González, no le permitirán recordar aquella tarde del 3 de julio de 1976, hace ahora treinta años. Si no
LOS fantasmas del olvido, que, como tela de araña, tienen presa la mente de Adolfo Suárez González, no le permitirán recordar aquella tarde del 3 de julio de 1976, hace ahora treinta años. Si no recuerda que fue presidente del Gobierno, hay razones aparentes para que se acuerde menos del día y hora en que supo que el dedo del Rey le había señalado para el cargo. Los fantasmas del cerebro, sin embargo, son veleidosos y no es fácil conocer el sistema de selección.
Era sábado. Suárez estaba solo en casa, esperando una llamada. Cigarrillo tras cigarrillo (era entonces un fumador empedernido) prepararía su equipaje de proyectos si «aquello» se confirmaba. No es inverosímil que deshojara la margarita y recordase palabras del Monarca de doble sentido o la pregunta artera que le dirigió Torcuato Fernández Miranda, el gran muñidor de la operación, cuando, hablando de la persona que sustituiría a Arias Navarro, le espetó: «¿Y por qué no tú?». En política, todo es posible. ¿Por qué no él? Cabía la posibilidad de que de un momento a otro llamaran por teléfono por la malla oficial o que todo se fuera al traste y, como otras veces, el destino no llamara a su puerta. Pero el teléfono sonó. Y antes de tomar el auricular sabía que el nuevo presidente del Gobierno era él.
Franco había muerto ocho meses atrás. El Rey mantuvo a Arias Navarro en la jefatura del Gobierno hasta que la falta de entendimiento entre el jefe del Estado y el primer ministro se hizo insoportable. Don Juan Carlos le arrancó, por fin, la dimisión que fue menos traumática de que lo que se esperaba.
A finales de junio, con la jefatura del Gobierno vacante, a nadie de la clase política se le ocurrió moverse de Madrid. El proceso para cubrir el cargo era por designación. El Consejo del Reino elaboraba una terna. Y de los tres nombres, el Rey elegía uno.
A media tarde, los teletipos dieron la noticia con las campanillas que avisaban de una urgencia informativa, un «flash»: «Adolfo Suárez, presidente del Gobierno».
Suárez, sin embargo, no figuraba en las quinielas. El mejor situado en los periódicos de la mañana era José María de Areilza, conde de Motrico, un monárquico liberal, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, al que (con intención de increparle) le recordé en cierta ocasión que había sido alcalde de Bilbao en la posguerra, a lo que me respondió con socarronería: «Sólo no evolucionan los del reino mineral». Areilza era de verbo fluido y buena planta, con mechas de pelo teñidas de tono azulado.
En contra de todos los pronósticos, Suárez fue el elegido. En la terna, además de su nombre, iban escritos los de Gregorio López Bravo y Federico Silva. La primera reacción fue de asombro y de rechazo, ejemplificados en el célebre comentario de Ricardo de la Cierva: «¡Qué error, qué inmenso error!». Pronto, sin embargo, de la Cierva rectificó y se enroló en la causa suarista.
Superada la sorpresa, pronto se abrió paso la certeza de que la elección había sido un acierto de laboratorio político. Suárez era el hombre pintiparado para poner en marcha el «motor del cambio». Reunía las características que requerían aquel momento. Tenía tres años cuando estalló la Guerra Civil; era, más o menos, de la edad del Rey. A los dos se les había visto alguna vez en el palco del Bernabéu y daba la impresión de que el ministro y el monarca hacían buenas migas. Todavía no se decía lo de «buena química». Era simpático, encantador, con la simpatía y el encanto de quien se ha trabajado esas virtudes. Su pasado próximo se le podía perdonar porque, aunque ocupara nada menos que el cargo de ministro secretario general del Movimiento, era un personaje que emitía señales de futuro. Unos días antes, el 9 de junio, había intervenido en un pleno de las Cortes para aprobar el proyecto de Asociación Política. Y, aunque hoy sería tópico citar a Machado, en aquellos momentos requería cierta audacia. Dijo: «Está el hoy abierto al mañana. Mañana, al infinito. Hombres de España, ni el pasado ha muerto, ni está el mañana, ni el ayer escrito».
Un aplauso atronador premió su discurso. Había nacido una estrella de la política. Pero no se creía que el estrellato llegara a tanto. De ninguna manera, a la presidencia del Gobierno.
Ya en La Moncloa, se sucedieron los aciertos. Como escribía Julián Marías en 1981, al recordar los méritos de Suárez, «realizó una liberalización antes de proceder a la democratización; es decir, dar libertad de expresión, discusión, asociación, formación de partidos, etc., antes de hacer elecciones; con lo cual éstas se celebraron cuando en España había una opinión pública responsable, y se evitaron las dos tendencias probables: el voto amedrentado y el voto demagógico».
Se empeñó con ahínco en hacer posible el entendimiento entre las dos Españas por vías pacíficas. «Este pueblo nuestro -decía- no nos pide milagros, ni utopías. Nos pide, sencillamente, que acomodemos el derecho a la realidad, que hagamos posible la paz civil por el camino del diálogo, que sólo se podrá entablar con todo el pluralismo social dentro de las instituciones representativas». Y añadió una de sus frases célebres: «Vamos a elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es normal».
Un año escaso después, el 15-J, el partido que fundó ganó las elecciones legislativas, las primeras elecciones democráticas después del franquismo. Era una coalición que respondía a las siglas de UCD (Unión de Centro Democrático) que, con su verbo corrosivo, Alfonso Guerra traducía por «Un Cadáver en Descomposición».
Porque pronto empezaron las hieles. El PSOE, en la oposición, le reconocía el mérito de los primeros pasos de la Transición, pero después le hizo la vida imposible. Fue una oposición dura, con un jefe de filas de la talla de Felipe González. Las guerras intestinas en UCD, aunque el presidente parecía incombustible, le desgastaron especialmente. Pesaron también, y mucho, las noches en blanco por noticias de atentados (fueron los años de plomo de ETA), los problemas económicos, la critica acerba de los medios de comunicación, el recelo de los militares, cuando el Ejército era un poder fáctico y había que tomarse en serio la frase recurrente de que había «malestar en las salas de banderas»...
Un mes antes del «tejerazo», Suárez presenta la dimisión. Siempre se había mostrado, aún en momentos de crisis y de desánimo, dispuesto a dar la batalla. Solía decir que nadie le sacaría de La Moncloa si no era con los pies por delante. Pero, inopinadamente, salió de La Moncloa por sus propios pasos. En el discurso de dimisión aseguró que no quería ser culpable de que «la democracia (fuera) un breve paréntesis en la historia de España», frase un tanto enigmática. Algunos la interpretaron como si Suárez tuviera noticias de la intentona golpista y presentara su cabeza para impedirla.
No la pudo impedir. El 23-F, en la segunda sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, sucesor de Suárez, presenciamos la escena lorquiana de un guardia civil irrumpiendo en el Congreso de los Diputados al grito de «¡Todo el mundo al suelo!». Suárez fue uno de los pocos que permaneció impávido en su escaño.
En las elecciones a las que concurrió con su nuevo partido, el CDS, enel que, a su empeño de centrar la política y democratizar el país, le añadió la ese de social -«la sociedad de mérito» era una de sus divisas-, no utilizó para la campaña electoral la escena del Congreso, imagen viva de un hombre valiente. Eran los tiempos en que no valía todo. El pueblo le admiraba pero, como él decía, «me quieren pero no me votan».
Fue un taumaturgo, que hizo el milagro de disolver cuarenta años de franquismo en los esquemas propios de una sociedad democrática. En universidades de medio mundo se han elaborado tesis doctorales sobre la Transición y su principal artífice.
Su estrella política empezó a apagarse. Luego, se apagó la vida de dos de sus seres queridos y en seguida se apagó también la luz de su cerebro. Su enfermedad no es exactamente el mal de Alzhéimer pero se le parece. Es la lucha entre dos enemigos irreconciliables: el recuerdo y el olvido.
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