Las faltas
Una vez me preguntaron en una encuesta para el periódico que cuáles eran las faltas que más merecían mi benevolencia. Es probable que el periodista, mi colega, esperara un perdón por mi parte para las faltas de puntualidad, tal vez porque él había llegado a la cita conmigo con diez minutos de retraso, o para las faltas de ortografía, que quizás él cometiera alguna como tantos entre nuestros compañeros. Para mí, las faltas que hay que perdonar con más benevolencia son sin duda las del embarazo. Nadie podrá acusarme de egoísmo, porque, de caer en esas faltas, estoy libre desde el nacimiento. Hace muchos años que intento no caer en las faltas de puntualidad, y en eso procuro mantener una puntualidad británica, y no me refiero ahora al retraso en llevarse de Gibraltar el submarino «Tireless».
En cuanto a las faltas de ortografía debemos convenir que siempre ha habido quien las comete, incluidos muchos que han pasado por las aulas universitarias y otros más que nos ganamos la vida utilizando la herramienta de la palabra. En mi oficio de periodista, los que más ortografía y más sintaxis han sabido siempre son los correctores de pruebas, un empleo que ya está en desuso por culpa de las nuevas tecnologías. Ahora funcionan el disquete o el correo electrónico, y los linotipistas, teclistas y correctores están en vías de extinción. Los correctores de pruebas del periodismo de linotipia y de galeradas de prueba han corregido la ortografía y el estilo a ilustres editorialistas y articulistas, y además sentían el orgullo de corregir, con razón, los escritos de famosos escritores.
En mi clase de párvulo, allá por los años 30, el maestro, que se llamaba don Julio, dictaba párrafos del Quijote mientras se paseaba por el pasillo que dejaban los pupitres, y blandía la palmeta junto a nuestras orejas. Si las faltas que cometíamos eran menos de tres, debíamos copiar la palabra con la ortografía correcta veinte veces en una plana del cuaderno de las copias. Si las faltas llegaban a tres o pasaban de ahí, la cosa era más grave porque, además de las copias, funcionaba la palmeta, tres palmetazos por cada falta. Era un método seguramente bárbaro, y al decir de muchos enseñantes de ahora, antipedagógico. Yo encuentro múltiples motivos para la reprobación de ese método, que me parece antiguo, cruel y detestable, y sólo un motivo que me parece positivo: la eficacia.
Primero era el dictado del Quijote, y eso de que se aborrece el libro es una gran mentira, porque yo lo he leído varias veces, y aún ahora me divierte releer algún capítulo. Después era el «Miranda Podadera», reeditado hace poco no sé con qué resultado. Aún recuerdo aquellas frases de cepo ortográfico que te obligaban a hacer un esfuerzo de distinción entre palabras de igual prosodia y diferente ortografía. «Ahí hay un viejo que dice ¡ay!». «El caballo bayo saltó la valla. Vaya, vaya con el caballo bayo». «¡Hola!, exclamó el capitán al ver un delfín que saltaba sobre una ola». Y por fin llegábamos a la fase suprema de la etimología.
Vengo a decir todo esto porque hoy los españolitos, y algunos españoles y españolazos, cometen más faltas de ortografía que nunca. A lo mejor, no lo sé, es que la Ortografía ni se enseña ni se exige. «¡Ahusilio!». Las palabras se conocen de oídas porque nuestros estudiantes apenas leen, o leen sin prestar atención a la correcta expresión escrita de los vocablos. Los informes del Instituto de Calidad y Evaluación son, en este punto, terroríficos. Y eso que nuestros jóvenes se apañan con unas docenas de palabras. Han llegado a la sublimación de la síntesis expresiva. Por ejemplo, ya no se distingue entre una relación correcta, grata, frecuente, intensa o íntima. Basta con que sea un «buen rollo». Y por hoy, aquí se acaba el mío.
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