VERSO SUELTO
Si yo tuviera una hoguera
POR el humo que se eleva al aire limpio de este noviembre se sabe dónde estuvo el fuego purificador que arrasó con la pereza y la dejadez de quienes cobran para cuidar la ciudad. Córdoba ha recobrado el Guadalquivir que perdió entre la maraña de una vegetación desmadrada y extraña, nacida menos de la vitalidad que de la suciedad y la alteración de los puentes, y en el silencio arrobado de los ociosos que se asoman a los pretiles para verlo vive la entraña de que está bien hecho. No hay un solo aplauso ni lo merece aquello que se tendría que haber hecho hace bastantes años, y esas palabras nunca pronunciadas de aprobación a la cordobesa bendicen esta vuelta del río y de sus márgenes al ser que siempre tuvieron antes de que pretextaran naturalismos para mantenerlos desnaturalizados.
Ahora va ardiendo poco a poco gran parte de esta selva postiza y ya no volveremos a ver, como en la infancia, a las vacas pastando por entre los islotes de lo que todavía no se llamaban sotos, pero Córdoba recupera la estampa de su escudo y de las postales con aquella noria de la Albolafia que parecía engullida por las ramas, y que es la mejor denuncia de que los árboles estaban donde no debían, porque nadie hubiera plantado un molino harinero en un bosque fluvial. En realidad el viejo Betis, al bañar otra vez el cauce manso que conoció siempre en la ciudad más bella de su curso, tendría que ser un antídoto contra los miedos y las vacilaciones de los políticos, que unas veces por desidia y otras por un cálculo equivocado y timorato dejan para nunca algunas decisiones sencillas y razonables que mejorarían a Córdoba tanto como esta desacomplejada peluquería que le hacen estos días al desgreñado Guadalquivir.
Tengo para mí que las pocas protestas de algunos ecologistas profesionales son en realidad el inútil pataleo de los reaccionarios nostálgicos de un régimen que se termina; más que proteger el hábitat de unos pájaros, creo que tenían el sueño de que la ciudad fuese como ellos la habían conocido, espejo de una Córdoba velada y desvirtuada como si tuviese que llevar el burka de su intransigencia, tan falsa en el fondo como la retórica participativa que montan alrededor del caimán.
Después de que se haya arreglado el cauce del Guadalquivir y no se hayan desplomado las encuestas ni los índices de popularidad, bien podían los políticos cortarle un poco el grifo, o mejor todo, a esas peñas a las que un mito nada matemático les atribuyen un par de concejales y unas pisadas enérgicas que hacen temblar todos los despachos. Las cabalgatas de los Reyes Magos serían menos horteras y las «cordosiesas» tendrían menos pasarelas donde lucir palmito y banda si esos peñistas más temidos que reales se tuvieran que pagar los medios, el arroz y las camisetas.
El mismo espíritu, ya que no el fuego, de estas piras que se han llevado la maleza querría yo para limpiar de mal gusto y cachivaches, de colores estruendosos y chistes fáciles, la Judería y en especial la calle Deanes. No sabe si es que los coches oficiales de lunas tintadas no pueden pasar por allí o es que a sus ilustrísimas no les parecen nada mal esas lentejuelas de plástico con que se han cargado uno de los paisajes más bellos de la ciudad. A las llamas habría que echar también toda la medrosa contemplación con que están dejando que el colegio Rey Heredia se convierta en cátedra de la demagogia. Sí, al final, y aunque en cuestión de candelas soy más de Krahe que de Torquemada, acabaré cantando como Los Sírex sin querer quemar a nadie: «Si yo tuviera una hoguera...».
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