tribuna abierta
Oriol Junqueras y la independencia irlandesa
Una hipotética secesión de Cataluña supondría la quiebra de esa «indisoluble unidad», uno de los principios de la Constitución
ignacio martín blanco
Los líderes del independentismo catalán suelen contraponer la actitud «democrática» del Gobierno británico, que en su día autorizó la celebración del referéndum sobre la independencia de Escocia previsto para el próximo 18 de septiembre, con la posición «antidemocrática» del Gobierno español, que ha dejado claro ... que ni puede ni quiere hacer lo mismo en Cataluña. «Envidiamos lo que ocurre en el Reino Unido», repiten Mas y Junqueras. Sin embargo, incluso partiendo del apriorismo de quienes presentan la autodeterminación como un derecho positivo y absoluto de todos los pueblos, coloniales o no, y por ello como la quintaesencia de la democracia, resulta más que discutible que la actitud del primer ministro británico sea esencialmente más democrática que la del presidente español.
Curiosamente, el líder de ERC va más allá en su posición probritánica y no duda en poner como ejemplo de proceso democrático la independencia de Irlanda en el primer cuarto del siglo XX, dando a entender que esta llegó después de un referéndum de autodeterminación legal y acordado, a pesar de que lo cierto es que fue tras un levantamiento paramilitar en 1916 (el Levantamiento de Pascua), una guerra de independencia contra los británicos (1919-1921) y una cruenta guerra civil entre irlandeses (1922-1923). El ejemplo es, pues, cuando menos desalentador.
Al final, el proceso consolidó la partición de la isla de Irlanda (prevista en el Tratado Anglo-Irlandés de 1921) entre el Estado libre irlandés (lo que hoy es la República de Irlanda), por un lado, y, por otro, Irlanda del Norte, que a día de hoy sigue formando parte del Reino Unido. De hecho, la partición, que fue rechazada tanto por los nacionalistas como por los unionistas, se había producido poco antes, con la aprobación ¡por el Parlamento británico! de la Ley de Gobierno de Irlanda, de 1920, que preveía la división de la isla en dos territorios, Irlanda del Norte e Irlanda del Sur, ambos dentro del Reino Unido pero cada uno de ellos con sus propias instituciones de autogobierno. No cabe duda de que la soberanía entonces, como ahora, residía en el Parlamento de Westminster.
De ahí que no deje de resultar extraño que el verdadero líder del independentismo catalán ponga como ejemplo un proceso que de hecho niega la mayor de su razonamiento, pues pone de manifiesto que el Reino Unido jamás reconoció el derecho a la autodeterminación de Irlanda, como tampoco reconoce ahora el derecho a la autodeterminación de Escocia, pues en todo momento ha quedado claro que la soberanía reside en el Parlamento británico, que es quien delega excepcionalmente en el Gobierno escocés la competencia para celebrar el referéndum.
Conviene precisar algunos aspectos de la experiencia constitucional del Reino Unido que resultan reveladores por cuanto cuestionan la opinión de que la diferencia entre la respuesta del Gobierno británico y la del español a los desafíos secesionistas que ambos tienen ante sí se explique por el mayor compromiso democrático del primero.
El secretario de Estado para Escocia, Alistair Carmichael, el hombre del primer ministro Cameron en la región, reconocía lo siguiente en el reportaje Goodbye Scotland?, emitido hace unos días por TV3: «Con nuestra historia constitucional nadie nos podía aconsejar que no autorizásemos el referéndum». Es decir, no es que el referéndum escocés sea posible porque -como algunos dicen a la ligera- el Reino Unido no tenga Constitución escrita -lo cual no es exacto, pues la Constitución británica se plasma en varios documentos, de ahí que los constitucionalistas digan que se trata de una Constitución no codificada-, sino porque, en opinión del Gobierno británico, la Constitución del Reino Unido no sólo lo permite, sino que prácticamente lo impone. Al menos, así lo interpreta Londres; o eso dice, porque es probable que la inclinación de Cameron a llegar a un acuerdo con el Gobierno escocés sobre el referéndum no viniera de la asunción de esa supuesta obligación constitucional, sino de algo mucho más prosaico: la convicción en sus posibilidades de derrotar al secesionismo en las urnas.
Es cierto que, a diferencia de la Constitución española que en su artículo 2 prevé -como la alemana o la estadounidense, entre otras- la indisoluble unidad de la nación española, no existe previsión semejante en la Constitución del Reino Unido, por lo que, llegado el caso, la secesión de Escocia no afectaría al fundamento del orden constitucional y podría producirse sin necesidad de consultar al conjunto del pueblo británico. Sin embargo, una hipotética secesión de Cataluña supondría la quiebra de esa «indisoluble unidad», un principio que la Constitución recoge en uno de sus artículos fundamentales, lo cual implica que ninguno de los poderes constituidos -ni el Gobierno, ni las Cortes Generales ni los Parlamentos autonómicos, por más voluntad política que le pongan- pueden arrogarse una potestad que corresponde en exclusiva al poder constituyente, el pueblo español.
Volviendo sobre Junqueras, su misteriosa visión de la independencia de Irlanda y su inopinado entusiasmo probritánico, quizá convenga recordarle que esa historia constitucional de la que habla Carmichael no sólo contempla la unión en 1707 de Escocia, que durante siglos había sido un reino independiente, con Inglaterra y Gales.
Además, incluye otro hecho que posiblemente haya influido también en la posición del Gobierno británico y que constituye otra diferencia sustancial con el caso español. Me refiero a que, con anterioridad, el Reino Unido ya había reconocido implícitamente el derecho de alguno de sus territorios a abandonar la Unión, concretamente en la Ley de Irlanda del Norte de 1998 tras los acuerdos de Viernes Santo, que prevé un derecho de ese territorio a la secesión bajo ciertas circunstancias, por lo que era cuestión de tiempo que los nacionalistas escoceses exigieran el mismo trato.
Sin embargo, Junqueras debería saber que ese reconocimiento tácito se compadece mal con la idea de autodeterminación que él defiende para Cataluña, pues consagra la negación del derecho de autodeterminación de la nación irlandesa como un solo pueblo, negación concebida ya en tiempos de la partición, y que, trasladada al caso catalán, correspondería al reconocimiento del derecho a la autodeterminación de cada una de las provincias catalanas, con el consiguiente riesgo de partición de Cataluña.
Es decir, autodeterminación a las duras y a las maduras. Así, la ciudad de Barcelona, cuyo PIB está en torno a los 2/3 del PIB catalán -dato que puede ser constitutivo de eso que los independentistas denominan «expolio»-, podría decidir de espaldas y en perjuicio del resto de Cataluña. No sé si tal enfoque será más o menos democrático, pero en todo caso no creo que nos convenga porque sin duda contiene elementos potencialmente desestabilizadores para la comunidad política, ya sea Cataluña o toda España.
Ignacio Martín Blanco es politólogo y periodista.
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