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El Marlene

El Marlene ABC

POR MANUEL PALENCIA

Lo seductor de su nombre empujó mis pasos hasta allí. La particular devoción que sentía por la diva del cine de los años treinta, la ambigua y fascinante reina del cabaret que con su voz rota y amarga había removido tantas veces ese ser fatal y fluctuante que nos aguarda a la vuelta de cualquier esquina del corazón, me puso a las puertas del Marlene.

Ingenuamente mi cabeza dibujaba en blanco y negro el lujoso club que esperaba encontrar en el comienzo del Cristo de la Luz. Mujeres interesantes e interesadas, de piernas largas y pelo corto, mirarían de soslayo con ojos ansiosos de aventuras; un pianista fracasado y atractivo acariciaría las teclas mientras del eterno cigarrillo que colgara de su boca brotarían incesantes volutas de un humo espeso que subirían enroscándose como serpientes sinuosas hasta las arañas de cristal; su decoración elegante y el ambiente de lujosa decadencia me habrían recordado inevitables los fotogramas de El ángel azul .

Entré y no me defraudó. El local estaba pintado de negro, la barra también, y detrás de ella acechaba Carlos, el Cherokee . Lo conocía de cuando trabajaba en Neón, la tienda de discos de San Ginés. Era todo un personaje. Un día en que andaba curioseando vinilos en los cajones, pasó una pareja preguntando por el último de Julio Iglesias. El Cherokee, sin apenas mirarlos, los puso de patitas en la calle con un simple y determinante ¡fuera! ; y mientras ellos se interrogaban entre sí no dando crédito, volvieron a escuchar un –algo más calmado– largo de aquí .

En parte, las inacabables noches que nos regaló este hombre en su garito son culpables del fervor inaudito que siento por el carpe diem; por la angustiosa y, al tiempo, emocionante convicción de que solo se vive una vez y a esa velocidad endiablada que nos aconseja únicamente ser nosotros mismos si no queremos arrepentirnos mañana de no haber tomado trenes que ya no volverán a pasar por esta triste y desierta estación.

Carlos visitaba a menudo Chinchón. Conocía allí a un paisano que le proveía de un aguardiente diabólico e ilegal que rondaba los 80º y que era la estrella del local. A veces te decía: tómate un chupito . Al lado te colocaba con amabilidad un vaso de agua, imprescindible después, para que tu garganta no se incendiara. Te lo clavabas con los ojos cerrados; pero cuando alargabas la mano para alcanzar el vaso, este se había transformado en un tubo de cerveza que inevitablemente acababa en tu estómago entre juramentos blasfemos. Luego empapaba la barra con un buen chorro de chinchón y le echaba una cerilla mientras ponía a todo volumen el The whole of the Moon de los Waterboys. El Pieza cuenta que alguna vez le vieron entrar al bar ardiendo. Sí. Previamente rociado de anís su gabán largo de cuero, prendía fuego al alcohol y aparecía en el local, en mitad de la noche, como un leviatán incandescente de sonrisa maligna ante el que todos se apartaban.

Llegabas a las dos de la mañana e igual estaban sonando Las cuatro estaciones de Vivaldi que el NunSexMonkRock de Nina Hagen. Allí, durante meses, rendimos culto a los grupos del momento; los citados Waterboys, Echo and the Bunnymen o Jesus and Mary Chain. Entretanto, estudiábamos a Leopoldo María Panero, Rimbaud, Mallarmé o Verlaine, empeñados en introducir escarabajos putrefactos en nuestras anhelantes bocas. Porque en el Marlene por las tardes se podía leer. Y por las noches, bailar; en el suelo o sobre la mesa de billar que habían regalado al Cherokee y que no tuvo mejor destino que convertirse inmediatamente en una exclusiva pista de desenfreno. Mientras, el entrenador –así llamábamos a su camarero por el gran parecido, físico y psicológico, al de la serie Cheers–, impertérrito, incapaz de juzgar negativa o positivamente nuestras actitudes, seguía fiel sirviendo copas y escuchando sombrío y dócil las conversaciones de barra hasta el final de la noche.

En el ancho y escalonado escaparate, elevado sobre el suelo del local, cabían una mesa redonda de tablero de mármol y dos elegantes sillones de mimbre, ocupado uno de ellos por un sugerente y anoréxico maniquí femenino (de piernas largas y pelo corto, claro). El Cherokee me ofreció beber gratis toda la noche si me sentaba junto a ella leyendo un libro para captar clientes. Allí pasé la tarde entera. De vez en cuando levantaba la mirada de las páginas de El sol desnudo , de Isaac Asimov, para encontrarme con los ojos amables y sonrientes de Marlene que, complacida y serena, parecía aguardar eternamente mis palabras. Yo, mientras pensaba en las tres leyes de la robótica, miraba candoroso a aquel dulce androide que deseaba con pasión le tomara la mano y le insuflara la vida.

Fue muy paciente. Creo que ha sido la única mujer que, a lo largo de estos vertiginosos años, me ha dejado terminar un libro sin interrumpirme. Tenía que dedicarle este poema:

Me has ofrecido ser lo que yo quiera.

No hacerme daño,

ni por acción ni por omisión.

Regalarme tu metálica inteligencia,

tu bordado cuerpo de ruedas dentadas,

las caricias imantadas

de tu corazón de litio,

el pálpito lúbrico de tu vientre

–ardiente y engranado oasis–.

Venir cada noche a mi lado

desde el fondo oscuro de tu memoria

y amarme, cibernéticamente loca.

Yo... no te prometo nada.

Pero te aviso, desde ahora,

que si tu mente no es capaz

de sacarme las tripas

de vez en cuando,

no vamos a ninguna parte;

ni siquiera a ese futuro

del que tanto me hablas

cuando contemplamos las estrellas.

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