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La vida es para gastarse

El mágico y misterioso viaje de The Beatles a través del imaginario creado por la música popular del siglo XX cerró ayer otro capítulo. Veinte años después del asesinato de John Lennon en Nueva York, la muerte triste -unas lo son más que otras- de George Harrison en Los Ángeles descubre la estela de unas vidas entregadas a una pasión; de unos músicos encerrados en un maravilloso y único juguete: el sueño, el sonido, la furia de unos tiempos que soñaron nuevos. Harrison fue el que en el colegio se sienta, siempre, en las últimas filas. No por timidez, sino por aburrimiento. Tuvo suerte. Ya estaban Lennon y McCartney para ocupar los primeros lugares. Y se dedicó a soñar. Las epifanías de Harrison revelan la capacidad de un músico para borrar las huellas y ocultar la genialidad en el elegante molde de lo anónimo e invisible. Casi una estética musical de la ocultación. Quería pasear tranquilo por el mundo: mirar y contarlo. Pero sin estridencias, ni escándalos, ni barullos, con cierta y extravagante, por desasosegadora, solidaridad. Para el jaleo ya estaban los otros dos. El bien y el mal. Harrison era el tercero, el otro, lo oscuro; tanto que una canción la tituló -una de sus más conmovedoras baladas- «Here comes the sun» (Aquí llega el sol), ese era su exótico anhelo de belleza. Ni la amable simpleza de McCartney, ni el atolondrado compromiso político de Lennon. Tal vez, en Harrison alguien encontrará una ráfaga de misticismo, unas muy sabias notas de profunda melancolía, que es una forma elegante de escepticismo. «La vida -escribió en una de sus primeras canciones, «Love You To»- es muy corta y no se puede comprar otra». Ni lo intentó. Sabía que la vida es para gastarse. Había visto, también, a buena parte de sus primeros colegas, los días de vino y rosas -y otras sustancias- de Hamburgo y Carnaby Street quedarse a un lado de la larga y tortuosa carretera. Se bajó en marcha y siguió por otras geografías. El lío de los sesenta, que junto a sus amigos de Liverpool había contribuido a montar, le aburría y le desconcertaba. La verdad, si se trataba de eso, no estaba afuera, estaba dentro de uno mismo, como la música. Tres libras le costó su primera guitarra. En el colegio, durante las clases, pintaba guitarras hasta gastar las páginas del cuaderno de ejercicios. Alguien hablará de cosas generacionales. Vale. Pero hoy la música de Lennon, de Harrison, de McCartney ha roto las edades. Suenan mejor, más intensos, próximos, sin urgencias, en el claro perfil del aire que la música prolonga. La vida, como la música, es para gastarse.

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