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ABC Cultural

PASIONES PASTEURIZADAS

Ginés García Millán encarna a Hamlet ABC

Parece ser que William Shakespeare espigó el argumento de su más famosa tragedia en un «Ur-Hamlet» atribuido a Thomas Kyd, quien a su vez pudo inspirarse en las «Histoires tragiques» firmadas por Belleforest en 1570, una recopilación en la que aparecía un relato de la vida del príncipe Amleth procedente de la «Historia danesa» escrita por el cronista Saxo Gramaticus en el siglo XII; sucesión infinita de ecos e influencias expandidos en libros sucesivos, que parecen dar la razón al conocido aserto de que lo que no es tradición es plagio. Esa versión del «Hamlet» procedente de Kyd no es compartida por algunos especialistas, como el opulento Harold Bloom, quien apoya una tesis de Peter Alexander según la cual sería el propio bardo de Stratford el autor de ese texto primerizo, allá por 1589, cuando empezaba a afilar sus armas como dramaturgo; once años después, revisaría y superaría esos balbuceos y culminaría la obra que consagra la duda y la incertidumbre como brújula del comportamiento de su protagonista, preso de una historia de demorada venganza, un fascinante personaje que trasciende la obra de Shakespeare, una criatura nihilista y apasionada en la que cada generación, como señaló Jan Kot y recuerda Eduardo Vasco en el programa de mano de la función, encuentra como en un espejo sus propios rasgos.

Este montaje sigue la traducción realizada por Leandro Fernández de Moratín en 1800, la primera vertida directamente a la lengua castellana, que, por cierto, aparece en el tomo II de una recopilación de obras de Shakespeare editada el año pasado por Edaf; una traducción, en fin, alabada por su limpieza y por el esmero con que el viajero ilustrado supo reflejar el entramado pasional de la tragedia. La versión de Yolanda Pallín recorta y pega, elimina algunos elementos y altera el orden de otros con cierto desbarajuste acrecentado por el tono del montaje -en el que los tremendos daneses medievales parecen sustituidos por personajes ibsenianos- y por el sesgo de la dirección de Vasco, que hace decir su parlamento a los actores a gritos y a toda mecha, lo que no contribuye a que se entiendan sus palabras, y más si en bastantes momentos se suman a las voces las melancólicas notas de la melodía procedente de una viola de gamba bastante activa durante la representación.

Un espectáculo lleno de ruido y furia, en el que, paradójicamente, ese frenesí ahoga el latente magma de pasiones de la pieza. Los actores, todos tan bien en tantas ocasiones anteriores, parecen perdidos en un ambiente de melodrama desaforado, en el que Ginés García Millán se esfuerza por trazar el perfil preciso de ese príncipe norteño y desnortado.

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