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Recomponer los puentes

LA conmemoración del trigésimo aniversario de la muerte de Franco y de la restauración de la monarquía se ha convertido en un festival de la complacencia, una especie de ceremonia onanista más propia de quienes contemplan la Historia como un daguerrotipo inmóvil que de quienes se esfuerzan por transformarla en enseñanza dinámica y vigorosa. Sólo así se explica que los celebrantes no hayan sentido la vergüenza insuperable de haber traicionado un legado valiosísimo. La contemplación retrospectiva de aquel pasado reciente nos recuerda que existió un puñado de personas capaces de aparcar los intereses partidistas y de fundar un proyecto político sobre valores compartidos. Personas componedoras, dispuestas a hacer concesiones en lo accesorio, para aquilatar un núcleo de conceptos esenciales que favoreciesen la coexistencia de los españoles en una casa común. Treinta años después, la permanencia de esa casa común parece asediada por avisos de derrumbe e incluso por amenazas de desahucio; los intereses partidistas, incluso los más bajunos y coyunturales, se enseñorean del recinto, minando los cimientos; los inquilinos de la casa, hasta hace poco encantados de compartir baño y cocina, se han enzarzado en agrias trifulcas domésticas y dejado de pagar solidariamente el recibo de la contribución; y, mientras unos y otros se lanzan a la cabeza la orden de desalojo, los okupas aguardan frotándose las manos, deseosos de convertir la que antaño fuera casa común en un muladar inhabitable, o sólo habitable por quienes gustan de pasearse entre escombros e inmundicias.

Urge que nuestros políticos se decidan a recomponer los puentes dinamitados por el encono y la obcecación, antes de que sea demasiado tarde. Las últimas prospecciones demoscópicas revelan a las claras la caída en picado de un Gobierno que, en su afán por mantener alianzas coyunturales, está embistiendo contra las vigas maestras que sostienen la casa común; pero, a la vez, esas mismas encuestas demuestran que el derrumbamiento del Gobierno no se corresponde con una mejora de las expectativas de la facción opositora. ¿No será que existe un número creciente de españoles harto de maximalismos y enrocamientos? ¿No será que los españoles están demandando a sus representantes actitudes más permeables, menos monolíticas, capaces de alcanzar acuerdos en los asuntos medulares, capaces de establecer vías fecundas de disputa partidaria sobre la base de unos valores compartidos?

¿Qué provecho saca la facción gobernante arrojando a la facción opositora a las tinieblas exteriores? ¿Acaso cree sinceramente que esa escenificación de su soledad le reportará algún beneficio, más allá del cetrino disfrute de un éxito coyuntural? ¿No entiende que esa escenificación se está logrando a costa de arrojar a la pública almoneda ese legado que nos entregaron generosamente quienes hicieron posible la coexistencia de los españoles? Nos consta que existen personas valiosas, en una y otra facción, que siguen creyendo en la posibilidad de esa coexistencia. ¿Qué les impide dar un paso al frente y empezar a recomponer los puentes? ¿Hasta qué extremos de empecinamiento obtuso puede conducir la disciplina partidaria? Uno entendería esta cerrazón sectaria si lo que se estuviese dirimiendo en el envite fuese la reparación de unas goteras o el enlucido de la fachada, pero de lo que se trata es de salvar el estado ruinoso de la casa común. ¿Es que no oyen el jolgorio y el regocijo de los okupas, mientras se tambalean los cimientos? ¿Es que no entienden que unos y otros están condenados al desahucio, si no reaccionan? ¿A qué esperan para arrimar el hombro, si de verdad se creen dignos herederos de las efemérides que tan complacientemente celebran?

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