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IMPERIOS Y CONCIERTOS

EN la década de 1980, un erudito historiador de Chicago, W. H. McNeil, predijo, en el último capítulo de un libro titulado La búsqueda del poder, que, a finales del siglo XXI, el mundo estaría gobernado por un imperio global. La población mundial lo recibiría con agrado porque pondría fin a las impredecibles guerras y a la violencia características del siglo XX. El nuevo imperio tendría el monopolio de las armas nucleares y capacidad militar para evitar que otros países poseyeran dicho armamento. Podría imponer sus propias normas y políticas donde juzgara necesario. La Organización de Naciones Unidas no sería liquidada, y en ocasiones se le daría uso, pero se olvidaría la idea de orden mundial derivado de una combinación de Estados nacionales benévolos. El autor no dijo qué país pensaba él que inspiraría este imperio global, pero daba a entender que sería Estados Unidos o la Unión Soviética. Cuando se escribió el libro, parecía que el primero tenía capacidad para asumir dicha función imperial, pero no la voluntad; y que la segunda tenía la voluntad, incluso el apetito, pero no la capacidad.

Transcurrieron los años. La Unión Soviética se vino abajo. Estados Unidos se erigió en la única gran potencia. Pero bajo el liderazgo de George Bush padre y de Clinton dicho país se mostró en principio como un «sheriff a regañadientes» por citar el título de un libro brillante «The Reluctant Sheriff» de Richard Haas, actual Presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, con sede en Nueva York. No había muchos indicios de cuál podría ser el nuevo «orden mundial». Y tampoco había indicios de que se fuera a producir una vuelta al mundo de Naciones Unidas esbozado en términos generosos por Franklin Roosevelt. En el primer año de su presidencia, George Bush hijo parecía querer seguir la tradición de su padre y de su inmediato predecesor: Estados Unidos no iba a intervenir en ninguna parte. Ciertamente, no iba a buscar «monstruos a los que destruir», por citar de nuevo esta vez a John Quincey Adams, en 1821, cuando era secretario de Estado. Estados Unidos no olvidaría el tema del último discurso de George Washington como presidente, que planteaba en buena medida el mismo argumento. Esta época terminó de hecho el 11 de septiembre de 2001. El cambio en la política estadounidense fue tan significativo como el que se produjo en los comienzos del siglo XX, cuando Theodore Roosevelt afirmó por primera vez que Estados Unidos tenía la responsabilidad de conocer su poder.

Los estadounidenses prefieren la palabra «hegemonía» a la palabra «imperio». En cualquier caso, al país parece interesarle cumplir la predicción del profesor McNeil. Condoleezza Rice lo dejó claro, siendo todavía asesora de Seguridad Nacional, en uno de sus discursos, al afirmar que el nuevo Estados Unidos no aceptaría ningún reto a su desmesurada posición. En consecuencia, por decirlo de manera que agrade a los estadounidenses, Estados Unidos está ofreciendo al mundo la seguridad a cambio de la aceptación general de su preeminencia. ¿Debería el resto del mundo aceptar dicha oferta? Ésta es la cuestión más importante de la política actual. Hay argumentos a favor y en contra, sobre todo en Europa; y quizá sobre todo en Reino Unido, que a veces parece conducirse como socio minoritario de la «anglosfera», y no como europeo.

Entre los argumentos a favor, seguramente sería deseable disponer de una autoridad capaz de imponer un mundo libre de armamento nuclear, y decidido a hacerlo. Es necesario tener a alguien dispuesto a tomarse el trabajo de erradicar un terrorismo como el promovido por Al Qaeda. La abolición de los antiguos conceptos de guerra entre Estados sería buena, aunque incluso esto podría tener consecuencias negativas: la guerra ha sido uno de los principales motores de cambio tecnológico en la historia (por ejemplo, el ordenador deriva del deseo de espiar los mensajes del enemigo). Entonces, siendo sinceros, a pesar de los horrores de Guantánamo y de Abu (para los cuales no puede haber excusa, a pesar de que al final se hicieron de dominio público), no hay país más inclinado a la benevolencia que Estados Unidos. Ciertamente, la tradición de apertura estadounidense sobrevivirá. Estados Unidos es también una sociedad multicultural con un número considerable de ciudadanos de procedencia asiática, africana, latinoamericana y europea. Su constitución, tan maravillosamente redactada (¡qué contraste con la europea!), sigue siendo una buena inspiración para los demócratas de todas partes.

Sin embargo, el argumento en contra de la aceptación de esta hegemonía parece mucho más contundente. En primer lugar, debería recordarse la frase del famoso aunque improductivo historiador inglés Lord Acton: «Todo poder tiende a corromper, y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente». Una potencia imperial siempre será criticada, denunciada y atacada. Si dicha potencia dispone de una fuerza abrumadora, experimentará la tentación de desacreditar e incluso destruir a todo crítico. El poder del nuevo imperio se corrompería, en el sentido más amplio de la palabra. En segundo lugar, sería improbable que una sola gran potencia consultara con otros en caso de tener que tomar decisiones difíciles. Por recordar un precedente, el presidente Kennedy, el más ilustrado de los recientes líderes estadounidenses, les dijo a sus aliados europeos lo que iba a hacer en Cuba. Pero no lo consultó con ellos. El poder mundial es un sueño tan embriagador para aquellos que se dejan tentar por él, que el entendimiento con los demás se convierte en una reflexión tardía.

En tercer lugar, la consecuencia del imperio o de la hegemonía marcaría la vida interna estadounidense, como ha sucedido en otros países imperiales. En Roma, el imperio provocó la caída de las libertades republicanas y, de hecho, la llegada de los emperadores. Ésa no fue la consecuencia del imperio en España o Reino Unido. Pero los efectos fueron igualmente transcendentes. En cuarto lugar, el efecto en otros poderes como la Unión Europea, Japón, India, Brasil y demás sería negativo a largo plazo, porque Estados Unidos podría, quizá de manera instintiva, intentar provocar divisiones entre ellos. Lo hemos visto en la extraordinaria reacción de Estados Unidos a la razonable actitud de Francia en la guerra de Irak. El régimen franquista establecido en España cambió nombres de calles; los estadounidenses cambiaron el nombre de las patatas.

Hay un quinto argumento. Es probable que flaquee la voluntad estadounidense de mantener este tipo de liderazgo mundial. Pero en tal caso, dejaría un vacío. ¿Qué otra potencia podría llenarlo? ¿Europa? Por desgracia, somos demasiado dispares y carecemos de voluntad. ¿China o Japón? Admiro las civilizaciones de ambos países. Pero no admiraríamos una dinastía Ming mundial. Una «China mundial» sería desagradable. Y también podría serlo un Japón mundial, como vimos entre 1941 y 1945.

Lo que necesitamos es un nuevo «concierto de naciones», como se decía en 1815. Naturalmente, Estados Unidos debe desempeñar un papel central en él. Al igual que «Europa», independientemente de cómo se defina. Este concierto sería un reflejo o un eco del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, o del grupo del G-8. Los detalles se pueden establecer más adelante. Pero lo que sin duda deben buscar los europeos, espero que Reino Unido incluido, de derechas o de izquierdas, como seguimos describiéndonos, es un mundo de varias cabezas, aunque Estados Unidos siga siendo, por ahora, la cabeza central. Mientras tanto, la relación desigual de Europa con Estados Unidos seguirá siendo sin duda un estímulo molesto pero positivo, como ya percibió hace cien años el más grande escritor estadounidense, Henry James, que convirtió el argumento en tema de sus mejores libros.

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