AZNAR EN EL FANGO
EL despegue español es percibido como una suerte de afrenta en países que hasta hace apenas unos años nos miraban (nos oteaban, más bien) con un caritativo paternalismo, encaramados en el pedestal de la prosperidad. Para potencias como Francia o Alemania, la imagen ideal de una España atrasada y goyesca, enzarzada todavía en rencores atávicos, bendecida por el clima y el talento artístico pero incapacitada para asumir los retos de la modernidad, constituía un daguerrotipo sumamente tranquilizador; en cambio, la imagen de la España real, desgajada de topicazos, galopando hacia niveles de riqueza cada vez mayores, provoca accesos de estupor, también alguna roncha de malsana envidia. Cualquier persona que se haya paseado con asiduidad fuera de nuestras fronteras habrá tenido ocasión de calibrar la transformación de nuestro país: hace apenas quince años, en cualquiera de las grandes capitales europeas, uno se sentía como un palurdo; hoy, esas mismas capitales parecen congeladas en el tiempo, incluso levemente ajadas, comparadas con Madrid o Barcelona. Naturalmente, esta misma impresión se la llevan los europeos que visitan España; sólo que si para nosotros el contraste resulta reparador y estimulante, para ellos supone un severo varapalo. Y como todo varapalo exige un lenitivo, ha triunfado en Europa, o al menos entre ciertas élites europeas, una idea tan consoladora como caricaturesca, según la cual España disfruta de una bonanza económica, pero a cambio ha padecido un régimen político castrador de las libertades. Ignoro cuáles han sido los argumentos que han abonado esta idea; pero sospecho que no ha sido ajena la virulencia de cierta prensa, que en su empeño por demoler al adversario no ha vacilado en agitar fantasmas extintos.
He tenido ocasión de comprobarlo en estos días una vez más, de forma más nítida que nunca, tras la conmoción causada por la matanza del 11 de marzo. Varios periodistas franceses y alemanes me han llamado, solicitándome impresiones y artículos. Enseguida, tras las muestras de condolencia, asoma en ellos la convicción de que España ha sido gobernada por una patulea de «franquitos» nostálgicos de la censura, la represión de las libertades y no sé cuántas enormidades más; la figura de Aznar, como cabeza visible de ese Gobierno, es arrastrada por el fango sin piedad. Las declaraciones de Pedro Almodóvar, en las que daba pábulo a unos rumores rocambolescos, según los cuales el Gobierno habría planeado un golpe de Estado en la víspera de las elecciones, han prendido un reguero de pólvora que sólo contribuye a desenterrar esa imagen de aciago pintoresquismo y esperpento rancio que persigue a España. Quizá al cineasta lo guiara en su calentura una legítima animadversión a Aznar; pero un sentimiento de antipatía, incluso de aborrecimiento, no justifica ciertas atribuciones calumniosas.
Hoy más que nunca, conviene que la ecuanimidad guíe nuestros juicios; la descalificación sin matices, el anatema desatado, el regodeo en la caricatura sólo servirán para consolidar una idea de España que a todos nos ofende. Aznar, como hombre que es, habrá cometido muchos yerros, entre ellos su apoyo ostentoso a Bush en la sarracina de Irak. Pero también ha servido con lealtad y desvelo a los españoles en asuntos que merecen nuestra gratitud sin ambages; nadie como él, sin ir más lejos, ha perseguido con mayor contumacia a los etarras. Arrastrarlo ahora por el fango no beneficia a nadie, salvo a quienes se relamen caracterizando a los españoles como un pueblo cainita, enzarzado en una pelea a garrotazos, como en el cuadro de Goya.
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