¿Homofobia?
NOS advertía Lionel Jospin, ex primer ministro francés, que se ha impuesto una nueva tentación biempensante que tacha de homófobos a quienes se declaran reticentes o contrarios al llamado matrimonio homosexual; el político socialista, tras rebelarse contra esta identificación marrullera, exponía las razones que lo impulsaban a combatir un dislate jurídico que, a su juicio, quebraba el sentido de una institución sobre la que se asienta la continuación de la sociedad. Algunos de mis escritores más venerados, desde Marcel Proust a Truman Capote, fueron homosexuales; también he disfrutado de la amistad de homosexuales notorios, como el llorado Terenci Moix. La frecuentación de tantos homosexuales admirables, en quienes he podido apreciar el genio artístico, el ímpetu generoso y una sensibilidad siempre en vilo, me ha enseñado que la homofobia es pasión ínfima, propia de gentes energúmenas e ignaras.
Llevo muchos años reclamando en mis artículos un reconocimiento legal de las relaciones afectivas que se entablan entre homosexuales. Desde el respeto a las preferencias amorosas de los individuos, considero inaceptable que una convivencia entre personas del mismo sexo, sostenida a lo largo del tiempo y con intereses comunes, no genere efectos jurídicos. Pero la extensión de derechos a las parejas homosexuales no justifica la eliminación de diferencias. La institución matrimonial se funda sobre la dualidad se sexos, requisito indispensable para la continuación de la sociedad. El matrimonio no es un mero contrato civil de convivencia, ni la mera sanción de un vínculo amoroso, ni un mero artefacto que garantice la seguridad patrimonial de los cónyuges. El matrimonio se establece con la finalidad de la procreación, que se completa con un posterior deber de crianza y educación de los hijos; puesto que el Derecho considera primordial este hecho para el mantenimiento de la sociedad, es natural que recompense a quienes asumen tan difícil encomienda con una serie de ventajas patrimoniales que se extienden a su descendencia. Esta es la esencia de la institución civil; las religiones le han incorporado luego otros elementos -indisolubilidad del vínculo, etcétera- que uno puede libremente asumir, en consonancia con sus convicciones personales. Pero la interferencia del factor religioso no debe distraernos de la esencia de la institución civil. Esencia que las uniones homosexuales nunca podrán incorporar, puesto que les falta el requisito indispensable de la dualidad de sexos. Esencia que se trata de suplir, pisoteando el derecho fundamental del niño a una filiación completa, concediéndose a las parejas homosexuales la facultad de adoptar. El matrimonio no institucionaliza las preferencias sexuales de los contrayentes, sino su idoneidad complementaria para transmitir vida.
Afirmar esta verdad de Perogrullo no nos convierte en homófobos, sino en simples vindicadores del sentido común y de la naturaleza verdadera de las instituciones jurídicas. La reforma legal impulsada por el Gobierno interpreta torticeramente un precepto constitucional en el que se alude de forma evidente a la dualidad sexual. La aritmética parlamentaria no legitima el fraude de ley; las reclamaciones justas de los homosexuales no pueden satisfacerse mediante la destrucción de las instituciones jurídicas. Quizá no sea una manifestación callejera el ámbito idóneo para una reivindicación de esta índole, por el riesgo de que en ella confluyen intereses heterogéneos y espurios; pero esta manifestación nunca se habría celebrado si se hubiese facilitado el debate de ideas. Un debate que el Gobierno ha preferido soslayar, con una descarada intención electorera.
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