MALDITO DIRECTO
El presentador gira su muñeca, sonríe a la cámara y proclama orgulloso la hora -que corrobora, perezoso, el reloj del salón-: «Son las diez y veinte». Ni que fuera auditor, el tío. En realidad, sólo pretende presumir de directo, cual equilibrista sin red, cuando el dato ya era obvio por la sucesión de chapuzas. Mantenemos el directo en un altar del que se cayó hace tiempo. Quitando los informativos, contadas retransmisiones y alguna otra excepción, directo equivale demasiadas veces a telebasura; quién se iba a molestar en embotellarla, con lo que pringa.
Canal + emitió el jueves «La magia del montaje», un documental sobre la irreemplazable tarea de podar lo superfluo y ordenar lo esencial. Desde los tiempos de Griffith y Eisenstein, el lenguaje cinematográfico tiene una sintaxis que, aplicada con conocimiento y una pizca de talento, multiplica su capacidad expresiva. La televisión no es muy diferente. En un género como la entrevista, por ejemplo, y en una era en la que la sorpresa ha muerto, ¿qué narices aporta el directo? Vemos al invitado llegar, sentarse, saludar, soltar un chascarrillo... Para cuando empieza a pensar, si es de los que practican, la escaleta cae implacable sobre sus ideas. Huyan de quienes les dan la hora como una revelación, porque les robarán su tiempo.
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