EL PROFESOR FRANZ DE COPENHAGUE
LA muerte del dibujante Ramón Sabatés me empuja a desempolvar mi colección del TBO, la publicación infantil editada por Buigas, Estivill y Viña desde 1917, inscrita con el número 1 en el Registro de Publicaciones Infantiles de la Dirección General de Prensa. Empecé a comprar el TBO hacia 1977, cuando ya languidecía, achuchado por la pujanza de Bruguera, y seguí haciéndolo, con fidelidad tozuda (aunque el TBO se había convertido en una revista ruidera que hacía funambulismo en los alambres de la extinción), hasta 1988, cuando Ediciones B intentó propulsarlo, tras un remozamiento que le restó candor y le añadió prestancia gráfica. Para entonces, el TBO había dejado de ser hebdomadario, para hacerse mensual, pero ni aun así logró levantar cabeza: quizá todos habíamos extraviado la ingenuidad por el camino. En aquel TBO un poco fané y descangallado de finales de los setenta colaboraban dibujantes como Coll, autor de unas historietas deliciosamente aturulladas, protagonizadas siempre por personajes muy altiricones y zancudos; también Benejam, el célebre creador de la familia Ulises, que tenía colonizada la contraportada; y, en fin, este Sabatés que nos ha dejado, para reunirse con su criatura más memorable, aquel profesor Franz de Copenhague artífice de artilugios de tan dudosa utilidad como alambicadísimo ingenio.
Sabatés lo mismo servía para un roto que para un descosido en aquel TBO de las postrimerías. Ilustraba el anuncio del queso en porciones El Caserío que, desde la edad de piedra, aparecía en sus páginas. Solía encargarse de las secciones misceláneas y no le hacía ascos a las historietas de asunto coyuntural. Entre sus personajes más asiduos figuraba el flacucho Casimiro Noteví, un agente tan chapucero como su coetáneo Anacleto, aunque con un toque algo más chulángano y echao p´alante. Casy Noteví (así nos permitíamos designarlo, los forofos de sus peripecias) era vilmente utilizado por rubiascas a las que no conseguía ligarse ni por recomendación de James Bond, y padecía a un jefe cascarrabias que le imponía las misiones más humillantes y subalternas. Pero el tío mantenía siempre invicto su tupé, que le nacía en la coronilla y le daba sombra a los ojos de cejas circunflejas.
Pero, entre las criaturas urdidas por Sabatés, ninguna tan sugestiva y enigmática como aquel profesor Franz de Copenhague, con su rostro de calavera, su cráneo mondo y sus gafas de Rompetechos, que cada semana nos brindaba uno de sus inventos estupefacientes. Sobre este personaje nada, o apenas nada, sabíamos sus lectores; pues en la sección que protagonizaba, «Los grandes inventos del TBO», no se mostraban sus vicisitudes -yo siempre lo imaginé célibe y cascarrabias, sino los ingenios salidos de su caletre. La leyenda que acompañaba el dibujo de dichos ingenios siempre incorporaba descripciones sobre sus mecanismos, en los que nunca faltaban las poleas, las correas de transmisión, las manivelas y los engranajes, a veces también la fuerza motriz de un sufrido marido, que a fuerza de pedalear sobre una bicicleta ciclostática conseguía, yo qué sé, abanicar a su esposa, o enhebrarle una aguja. Los inventos del profesor Franz, amén de alambicadísimos y desopilantes, eran gloriosamente inútiles. Pero todas las cosas que merecen la pena en la vida suelen ser gloriosamente inútiles.
Descansa en paz Ramón Sabatés, que con tus ideaciones bizantinas y tus personajes trastornados alegraste a la chiquillería de varias generaciones. Con tu muerte, algo de mí se ha muerto también, quizá el niño difunto que guardo embalsamado en la memoria.
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