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ABC Cultural

Peregrinos en Bayreuth

La ciudad alemana se convierte cada verano en romería hacia el universo wagneriano, con calles plagadas de pasos silentes y esperas contumaces que tienen una recompensa sublime: la música. Quien va, repite, aseguran los secuaces del festival

Visitantes al festival, en una relajada e improvisada espera en plena calle

El Festival wagneriano de Bayreuth es por muchas razones único en el mundo. Es el más unitario y comunitario entre los famosos: existe una especie de comunidad entre su público, programa, intérpretes y lugar, que concita la atención de los wagnerianos del mundo entero y convierte temporalmente a esta histórica ciudad de Alta Franconia en un centro de peregrinaje estival. Singular es también su éxito de público, plurilingüe y global. La demanda de entradas es la más grande de todos los festivales musicales del mundo. Se adjudican previa solicitud por escrito a título personal intransferible con el nombre del comprador impreso en las mismas. El no iniciado se resiste a creer que la sempiterna interpretación de únicamente cinco a siete de las diez óperas «canónicas» wagnerianas pueda ser motivo de encandilamiento. Lo es.

El peregrino de Bayreuth es un ser variopinto, pues no escatima esfuerzos por sentarse durante horas en las duras y estrechas sillas de la sala para participar como espectador musical. El «monte gozo» wagneriano es la «verde colina» de Bayreuth, en cuyo magnífico parque está el santuario wagneriano, el edificio del Festspielhaus, construido por el propio Wagner para representar exclusivamente sus óperas, concebidas por él como «obras de arte total». Modernamente, el atractivo de Wagner reside principalmente en su música: escuchada en un espacio sonoro único, resulta fascinante y crea dependencia: la droga Wagner.

Hacerse ver y ser vistos

No todos cuantos suben a la «verde colina» lo hacen por devoción. Muchos, especialmente en la jornada inaugural, son aficionados de sí mismos. Vienen para ver y, sobre todo, para hacerse ver y ser vistos, no precisamente por la plebe de 2.500 mirones ávidos por fisgar a la «jet society»: sus caras y arrugas, sus atuendos, sus parejas. Doscientos cincuenta policías destacados para garantizar la seguridad ante posibles atentados terroristas les controlaron por primera vez bolsos y mochilas al acercarse a la zona acordonada. Saben que durante ocho o más horas una legión de 150 fotógrafos y docenas de cámaras y micrófonos estarán al acecho. Como para no aguantar una vez al año cuatro horas de asiento duro y un drama musical que muchos de ellos ni disfrutan, ni entienden.

Hay también el peregrino que no llega a besar el santo, pues, al no disponer de entrada, visita simplemente los «santos lugares» wagnerianos: la Villa Wahnfried, con la casa y tumba del compositor, y el Teatro, al menos por fuera, etc. De esta especie hay también ejemplares españoles que, después de echar el anzuelo en los foros de internet, hacen el camino solos o en grupo. Otras gentes, en cambio, han convertido la obligación en devoción, o viceversa: los casi 300 críticos musicales acreditados procedentes de todo el mundo.

Aunque no falte el rico esnob o el advenedizo que quiere conocer el fenómeno Bayreuth, para presumir y ya no vuelve más, es ahora cuando llega realmente la hora del auténtico aficionado wagneriano. Éste dedica el día entero, en jornadas maratonianas sin otras ocupaciones, a la obra de Wagner, como quería el maestro, el creador de mitos: teatro de reflexión y no de diversión. Así, prepara la obra en su aposento o en cursillos introductorios matutinos, discute la interpretación en los entreactos o repasa el siguiente, y lo comenta todo después, tras 6 horas de función, en los múltiples restaurantes de la ciudad. Hay familias que toman unas breves vacaciones y para preservar la paz familiar comparten por actos la entrada conseguida, mientras los demás escuchan en el parque por radio o en CD el acto que se está representando.

Las funciones comienzan a las cuatro de la tarde. El visitante experimentado sabe que hay que comer y beber en los entreactos: en el restaurante, en bares cercanos o haciendo picnic en praderas y aparcamientos. Una comida copiosa antes de ir al teatro, máxime si va rociada de alcohol, es el preparativo ideal para merodear después en la sala a oscuras por los predios de Morfeo. El peregrino wagneriano es un espécimen singular, inquebrantable y reincidente, forjado a golpe de paulatino proceso de autoconvencimiento en contacto con una música insondable. Quien ha llegado hasta ahí ya no claudica jamás.

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