On the road again

Símbolo involuntario de la crisis del cine de autor, del que fue una figura popular, Wim Wenders lleva tiempo encontrando dificultades para que sus películas resulten tan resonantes o necesarias como las que hacía al principio de su carrera en los años setenta. La razón estriba en que últimamente las imbuye de lo que antes se llamaba mensaje, y que éste mensaje resulta difusamente bienintencionado, en el mejor de los casos. Aquí se centra en el estado de paranoia que ha venido a cernirse sobre Estados Unidos después del 11-S: lo encarna la figura de un ex-boina verde que ve binladens debajo de cada piedra, siendo su contrapunto una angelical voluntaria de onegé que sabe discernir entre un islamista con cinturón explosivo y un paquistaní que pasaba por allí. Dos personajes que sólo superan su condición de tesis y antítesis cuando Wenders se pone con ellos al volante delante del paisaje americano y lo recorre, como en sus mejores tiempos, demostrando que es uno de los grandes poetas del camino (los lugares, y las relaciones, estables nunca le han interesado demasiado).
La obsesiva actividad patrullera del veterano paranoico ocupa demasiado tiempo del metraje, algo perjudicial dado que Wenders no es un artista conspirativo como Oliver Stone, pero hay momentos de gran belleza visual y una canción-del-camino final que hacen que uno se reconcilie con el viaje que nos propone Wenders; sin dejar de añorar, de todas formas, la época en que tenía menos cosas que decir y las decía de forma más elocuente.
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