Tamayo y Papes
CONFESARÉ que mi habitual desinterés por la política, que yo creía inamovible, se ha tambaleado ante el desplante protagonizado por Tamayo & Sáez en la Asamblea de Madrid. Desde el primer momento, la explicación propalada desde las filas socialistas, según la cual Tamayo & Sáez no serían sino un par de «corrutos», se me antojó insoportablemente simplista. En algunos noticiarios televisivos se divulgaron, a las pocas horas de que se organizase el zafarrancho, unas imágenes sumamente aleccionadoras, grabadas en el curso de aquel congreso socialista que entronizó a Rodríguez Zapatero como secretario general de su partido. En dichas imágenes se veía a un reducido grupo de seguidores del candidato leonés que, tras conocer los resultados de la votación que desbancaba al favorito Bono, prorrumpían en muestras de exultación. Entre los integrantes de este alborozado séquito se hallaba el hoy vilipendiado Tamayo; sin sombra alguna de sonrojo, pegaba brincos, batía palmas y coreaba jubiloso una palabra cuya exacta fonética no supe establecer entonces. Al principio, pensé que jaleaban a Zapatero exclamando «¡Papa! ¡Papa!», en una simplificación festiva del «Habemus Papam» con que suele acogerse la fumata blanca tras el cónclave cardenalicio. Un amigo leonés me sacó de mi error. Lo que los partidarios más acérrimos de Zapatero decían era «¡Papes! ¡Papes!», que es el mote con que Zapatero es designado en León, alusivo a una marca de zapatos (Hush Puppies, creo que se llama) que antaño se publicitaba con la imagen de un perro de mofletes caedizos y mirada tristona. Al parecer, sus paisanos más próximos hallaron en el joven Zapatero algún parecido indescifrable con el susodicho perro; y, desde entonces, se le colgó el mote o sambenito de Papes.
Quienes celebraban así la entronización de Zapatero debían ser, pues, personas muy allegadas a él, bendecidas por su confianza, que se podían permitir el lujo de designarlo con un apodo que, a estas alturas de su carrera política, quizá considere oprobioso. Y Tamayo se encontraba entre los allegados recaudadores de adhesiones en aquel congreso. Nada más humano, pues, que el prosélito Tamayo aguardase la recompensa del hombre que aupó, pues la política es una actividad donde los favores han de remunerarse con prebendas y distinciones. Esta enseñanza la ha aplicado a machamartillo, por ejemplo, Aznar, que siempre se ha distinguido por promocionar a quienes formaron en su guardia pretoriana durante los difíciles inicios; esta lealtad lo ha empujado, incluso, a postular a los más ineptos y sandios, pero nadie podrá acusarlo de ingratitud. Zapatero, quizá demasiado engolosinado por las primicias del poder, ignoró esta ley de hierro de la política.
Podemos imaginarnos a Tamayo, como a Falstaff en el acto V de «Enrique IV», ebrio de alegría, dispuesto a reclamar al recién coronado Príncipe Hal un premio por los servicios prestados. Podemos imaginarlo, como a Falstaff, «no pensando en otra cosa, olvidando todo otro asunto, como si no tuviera otra cosa que hacer en el mundo, sino verle» y prometiendo prebendas a sus amigos: «Haré que Papes os distinga. Le guiñaré el ojo así que llegue, y observad qué cara va a ponerme». Podemos imaginarlo prosternado ante el muchacho que, insospechadamente, lo despacha con un mohín de desagrado: «¡Mi Papes! ¡Mi Júpiter! ¡Es a ti a quien hablo, mi corazón!». Y podemos imaginar, también, la respuesta crudelísima de Papes: «No te conozco, viejo». Personalmente, considero que esta hipótesis explica mucho mejor el comportamiento posterior de Tamayo que todas las conspiraciones rocambolescas e indemostrables propaladas desde las filas socialistas.
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