Ciclo de Grandes Intérpretes: Desde la cumbre
Sólo los intérpretes de verdad son capaces de mirar desde lo alto y apenas sentir el vértigo de esa altura a la que muy pocos pueden llegar. Es así porque a gente como el pianista Krystian Zimerman cualquier hazaña siempre le sabrá a poco. Es de suponer que aún le queda la posibilidad de ponerse de puntillas para ganar unos centímetros. Zimerman debe pensar en ello porque es un grande y además se le nota obsesionado por lo suyo. Todo el día jugando a rozar una perfección que es inalcanzable pero que mientras llega deja cosas por el camino. Por ejemplo las que ahora se han oído en Madrid en un recital dedicado a Mozart, Ravel y Chopin para el Ciclo de Grandes Intérpretes que nunca como en esta décima edición ha hecho honor a su nombre. En medio del alarde técnico (alguna nota perdida también dio noticia de que sus manos no dejan de ser mortales, lo cual reconcilia con el mundo) dejó la impronta de su personalidad musical.
A Mozart y su décima sonata le ofreció orden, terciopelo en el sonido y alguna peculiar articulación a la hora de cantar en el «Andante». Con Ravel y los «Valses nobles y sentimentales» todo fue coleccionar cristales de colores, preferir la templanza a la locura de la danza y hacer de la obra un perfilado retrato de formas cubistas. Los estilos se cruzan muchas veces y es responsabilidad del intérprete ponerlo de manifiesto. Tras Ravel llegó Chopin y su cuarta balada, planteada a través de una introducción digna del más velado impresionismo. Una posibilidad y también una divina locura sólo posible en quien es capaz de tratar al instrumento entre iguales. Algún detalle: el mordente final de la cuarta mazurca flotando sobre la resonancia del piano, el entrecruzarse de las melodías en el primer movimiento de la segunda sonata de Chopin, las voces desconocidas que afloraron en el «Scherzo», la media voz en la última repetición de la «Marcha fúnebre» o la nebulosa en la que convirtió el final de la obra.
Zimerman pertenece al reducido grupo de los elegidos. Para serlo ha dejado cosas por el camino. La más destacable el endurecimiento de la espontaneidad, esa gracia que es propia del «bello desorden». Por eso la belleza que ofrece Zimerman es otra cosa: digna de quien jamás estará satisfecho; natural en quien se distingue por ser un sublime ejemplo de perfeccionismo
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