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El fuego que nos devora

LA prensa extranjera lleva algunos días refiriéndose, con estupor y escándalo, a los incendios que arrasan España. Y las cifras que la propia vicepresidenta del Gobierno ha confirmado son, en efecto, estupefacientes y escandalosas: en apenas dos semanas, han ardido en España 45.000 hectáreas, una superficie superior a la destruida en todo el año anterior; y a la devastación se suma la pérdida de vidas humanas y la evacuación de localidades enteras, en una estampa apocalíptica a la que empezamos a estar fatalmente acostumbrados. Porque los incendios se han convertido, en efecto, en una rutina estival, una condena que aceptamos con una suerte de conformidad resignada, como si de una plaga bíblica se tratase. Si acaso, sirven para que nos enzarcemos en discusiones bizantinas sobre la incompetencia de nuestros gobernantes, sobre la deficiencia de nuestros servicios forestales, sobre la falta de coordinación y la chapucería de las diversas administraciones, paralizadas por una hipertrofia que las impide desenvolverse con prontitud y eficacia. En estas discusiones bizantinas se adivina siempre una pretensión espuria de tiznar al adversario político con responsabilidades que sólo sirven para atizar el fuego de la demogresca; pero en modo alguno para atacar ese fondo de aceptación fatalista que permite, año tras año, la repetición de la calamidad.

Suele decirse que los incendios que devastan España son una consecuencia directa de la desertización de nuestros paisajes. Pero ahí tenemos, para rebatir este aserto, el caso paradójico de la isla de La Palma, que ha vuelto a ser pasto de las llamas, como ya ocurriera hace algunos años. Quienes hayan visitado alguna vez La Palma saben que no es precisamente un paraje desértico, sino uno de los lugares más feraces de nuestra geografía, una sucursal del paraíso donde se refugia la algarabía de mil razas de pájaros, bendecida por un clima que ha permitido la subsistencia de un ecosistema sin parangón en ningún otro lugar del orbe. Entre escarpados barrancos y verdeantes colinas crece una concurrida floresta que en otro tiempo no demasiado lejano sirvió para rodar películas de ambiente tropical; allá crece el fornido drago, convertido en emblema del inexpugnable espíritu local, y la planta del ñame, un tubérculo que ni siquiera necesita que lo rieguen para hacerse del tamaño de un melón. ¿Cómo se explica que un paisaje tan fértil sea una y otra vez escenario de incendios atroces?

Se explica porque España sigue siendo el páramo por el que sobrevuela la sombra de Caín. La inmensa mayoría de los incendios que cada verano arrasan nuestros montes son provocados: a veces por una imprudente quema de rastrojos, a veces por cetrinas rencillas vecinales, a veces por la estulticia de domingueros que convierten la naturaleza en el parque temático de sus caprichosas expansiones. Y, con demasiada frecuencia, urdidos por la avaricia de desaprensivos que tratan de obtener una recalificación de terrenos, o la tala de un bosque que dificulta sus proyectos subvencionados de placas solares o molinillos de energía eólica. Claro que estos estropicios no serían ni siquiera concebibles si no los alentase una conciencia de impunidad. Nunca me he creído demasiado esa quimera del pirómano que, como Eróstrato, aquel fantoche de la Antigüedad, se excita ante la visión embriagadora de las llamas. Salvo excepciones patológicas, los incendios los causa un interés pecuniario; y tras ese interés pecuniario subyace un ancestral pacto de silencio que ve en el expolio de la naturaleza una promisoria fuente de riqueza. Detrás de un monte quemado, siempre hay un ventajista que saca tajada; y, en derredor, un séquito de pobres diablos que callan, en espera de las migajas. De esa aleación de avaricias inescrupulosas y sórdidas connivencias nace el fuego que nos devora.

www.juanmanueldeprada.com

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