ROCÍO DEL 98
IGNACIO RUIZ QUINTANOEl cuento dice que España, en el 98, se fue a los toros, pero eso es una forma literaria de ver las cosas, porque en realidad fue al salir de los toros cuando España se enteró de

IGNACIO RUIZ QUINTANO
El cuento dice que España, en el 98, se fue a los toros, pero eso es una forma literaria de ver las cosas, porque en realidad fue al salir de los toros cuando España se enteró de lo del 98. De lo de Rocío, en cambio, España se ha enterado al alba y en plena feria de San Isidro, con todos los madrileños yendo a ver a la muerta por la mañana, y por la tarde, eso sí, a ver los toros, con el torero jerezano Padilla lanzando besos de ajonjolí a los pechos-lobos del Siete, que gastan sombrero y zapato de rejilla.
Franco, Tierno, Rocío... A Madrid la enloquecen los entierros. Gide, cuando iba a un pueblo, lo primero que hacía era visitar los tribunales, los mercados y los cementerios. Si Gide hubiera venido a Madrid el otro día, se habría encontrado, en los tribunales, con Otegui convidando a birras; en los mercados, con una inflación que no permite asomarse para comprobar los tomates raf, porque salta un precio y te muerde la nariz; y en la plaza de Colón, el cementerio de España, con Rocío de cuerpo presente. ¿Qué hubiera escrito el 98 de todo esto?
Azorín se quejaba de que, mientras en París los muertos no estaban muertos, sino ausentes, en Madrid los muertos solían estar lejos, apartados de nuestra mirada, pero es que Azorín no vivió para contar, con su prosa picosa de pájaro carpintero, las colas de los entierros de Franco, de Tierno y de Rocío. A falta de eso, el 98 se iba por la noche, después de la tertulia del café, a un cementerio abandonado, allá, por la puerta de Fuencarral: saltaban el muro y se ponían a divagar en el silencio de la noche entre las viejas tumbas. Los mozos del 98 se sentían atraídos por el misterio.
-Sentíamos el destino infortunado de España.
Eso es. Aquellos mozos sentían el destino infortunado de España y se prometían exaltarla a nueva vida. De la consideración de la muerte sacaban fuerzas para la venidera vida. Todo se enlazaba lógicamente en ellos: el arte, la muerte, la vida y el amor a la tierra patria. Exactamente igual que todos esos periodistas y periodistos del nuevo gay trinar que, a falta de un Ruano -Ruano: el hombre al que mejor se le han dado los muertos-, han oficiado el democrático funeral del pueblo para el pueblo. Qué manera, la de estas tías o tíos, de sentir el destino infortunado de España con la ocasión de la muerte de Rocío.
Los teólogos del periodismo se han venido haciendo cruces estos días con la escalofriante pregunta del Papa en Dachau: «¿Dónde estaba Dios cuando esto ocurrió?» Y el español moderno (a diferencia del hombre moderno de Camus, que simplemente fornicaba y leía periódicos, el español moderno se limita a fornicar... y ver TV), ante una muerte tan famosa como la de Rocío, la pregunta trascendente que se ha hecho es la siguiente: «¿Dónde estaba el doctor House cuando Rocío murió?»
Todos hemos visto corrales de gansos más razonables que nuestros platós de TV en las horas dedicadas a la muerte de Rocío. Se nota que esos sacamuelas amaban a Rocío tan profundamente como Castelar amó a su patria.
Azorín contaba cómo en el callado huerto, bajo la ancha y tupida higuera, a la caída del crepúsculo, cuando sonaba el Ángelus, Castelar oyó leer los periódicos recién llegados de la capital. Algo tremendo había ocurrido en aguas de Santiago de Cuba. Se había perdido la escuadra. Castelar, conmovido, irguió su cuerpo viejo con un esfuerzo heroico y exclamó: «¡Basta, basta!» «¡La paz, la paz!» Luego volvió a caer anonadado en su sillón y lloró como un niño durante largo rato.
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