Explotación infantil
Las comodidades propias de las sociedades más desarrolladas son cristales amorfos a través de los cuales pretendemos explicar, las más de las veces, tanto la realidad inmediata que nos rodea, como la realidad alejada que ni siquiera podemos alcanzar. Incluso, en este caso, las imágenes que acertamos a ver son, tan sólo, realidades virtuales que nos llegan deformadas por el tratamiento mediático.
La explotación infantil es una de esas realidades, que busca explicarse por la imagen virtual que nos llega a través del cristal amorfo de nuestro propio bienestar. Se juzga con absoluta rigurosidad la explotación infantil del Asia meridional, de África o de Latinoamérica, como si todo trabajo infantil desarrollado en ellas fuera explotador; mientras se asume con total naturalidad la existencia de trabajos infantiles en nuestro entorno, como si fuera imposible considerarlos explotación infantil.
Como reconoce Unicef, no todo trabajo infantil tiene por qué ser explotador. En ocasiones, la situación de extrema pobreza, unido a la ausencia de unas garantías sociales adecuadas, obliga a los niños a tener que trabajar para contribuir a los ingresos de sus familias y poder mantener, de ese modo, su unidad. Para Unicef, el trabajo infantil se convierte en explotador cuando: es con dedicación exclusiva a una edad demasiado temprana, se pasan demasiadas horas trabajando, provoca estrés físico, social o psicológico, se trabaja en malas condiciones, mina la dignidad y la autoestima del niño, impide su acceso a la escolarización o impide que éste logre un pleno desarrollo social y psicológico.
Sin pretender caer en el error de hacer todos los trabajos infantiles comparables, se da en todos ellos un pauta común: la satisfacción de una necesidad, la generación de un bien y la producción de un beneficio. Luego, cada sociedad refina estos ingredientes de forma proporcional a su grado de desarrollo y bienestar. En unos casos se presenta en estado bruto, como en la minas de carbón de la cuenca del río Sinifaná, en Antioquía, Colombia, mientras en otros se dulcifica hasta la candidez, como en el mal llamado concurso Eurojunior.
Contrariamente a lo establecido por la OIT, que fija los 15 años como edad mínima aceptable para comenzar a trabajar, la niña que ha ganado la segunda edición de este «producto comercial» cumplirá, en enero, los 10. Habrá quien diga que andar cantando por los platós y escenarios de este concurso no es un trabajo. Pero juzgue el lector si firmar un contrato que obliga a los niños a cumplir un calendario profesional, con contrapartidas económicas de por medio, es o no un trabajo; un trabajo infantil, se mire como se mire. Y juzgue, también, si aplicándole los criterios de UNICEF, dicho trabajo es o no explotación infantil.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete