Salvaje Brando
Se cumple un año del fallecimiento de Marlon Brando, el actor que creó una manera personal de interpretar, y que dejó como herencia películas inolvidables como «La ley del silencio», «Un tranvía llamado deseo» o «El padrino»
Hace un año que nos dejó. Pero nuestra memoria jamás olvidará su mirada de ciervo arisco y vulnerado, sus palabras farfulladas entre dientes, aquel modo tan suyo de concebir la interpretación como una terapia peligrosa en la que emergían secretos yacimientos de dolor, estallidos de una violencia bárbara e ininteligible, pasiones agónicas que ardían como una llama súbita o se quedaban tiritando ante el espectador, ateridas como cachorros que reclaman una caricia y que sin embargo aún guardan un último depósito de fuerza para lanzar su zarpazo. En su senectud, Marlon Brando se convirtió en una criatura encastillada en sus rarezas, huidiza de la luz, prisionera en un corpachón de muchas arrobas en el que ya resultaba imposible rastrear los vestigios de aquel joven que incendió de lujuria las plateas; pero, allá al fondo de su decrepitud, bajo la coraza de galápago que lo protegía de la curiosidad del mundo, anidaba el mito que hizo de la interpretación un escaparate de humanidad convulsa.
Fue un niño inhóspito, traumatizado por el amor a una madre alcohólica y el odio a un padre que nunca se tomó en serio su vocación. Fue un joven reconcentrado en su dolor, bello como un pecado mortal, que se fugó a Nueva York con apenas diecinueve años, dispuesto a comerse el mundo. Sus profesores de interpretación descubrieron enseguida que escondía dentro de sí esa furia aflictiva que caracteriza a los elegidos. Elia Kazan, su mentor, le ofreció pronto el papel de Stanley Kowalski en la obra de Tennesse Williams «Un tranvía llamado deseo»; enfundado en una camiseta resudada y en unos pantalones vaqueros que esculpían cada centímetro de su piel, Brando irradiaba un magnetismo sexual que puso de rodillas al público de Broadway. Un par de años más tarde, cedería al reclamo de Hollywood: tras el debut a las órdenes de Fred Zinemann, vendrían la versión cinematográfica de «Un tranvía llamado deseo» y «¡Viva Zapata!» y «La ley del silencio», todas ellas dirigidas por Elia Kazan. Su composición de Terry Malloy en «La ley del silencio», un boxeador con alma de cristal que denuncia a las mafias que campean en los muelles de Nueva York, empuja el arte interpretativo hacia finisterres nunca explorados. Ganó su primer Oscar y la rendida veneración del mundo. Pero a Brando no le importaban estas minucias; su afán no era otro que inmolarse y redimirse, matarse y resucitar cada vez que se ponía ante la cámara.
Las vicisitudes de su biografía facilitaron esta tarea. Brando se arrojó con entusiasmo jovial a las fauces de la autodestrucción: sus sucesivos matrimonios acabaron como el rosario de la aurora, los magnates de Hollywood no tardaron en incluirlo en sus listas negras, sus hábitos pantagruélicos acabarían convirtiéndolo en un deshecho humano. Entonces apareció para rescatarlo de aquel cenagal de abandono Francis Ford Coppola, que le ofreció el papel de un patriarca gangsteril en «El Padrino», quizá la película más emblemática de su carrera. Cuando le concedieron el segundo Oscar, ni siquiera se molestó en recogerlo: en su lugar envió a una princesa india, para que denunciara el genocidio de su raza. Bernardo Bertolucci completó la resurrección del ave fénix en «El último tango en París», donde Brando encarnaba a un personaje nihilista que elegía el sexo anónimo y violento como metáfora de su suicidio interior. Desde entonces, su filmografía fue un cansino repertorio de papeles alimenticios, congruentes con una existencia que se iba enfangando de tragedias truculentas y accesos de melancolía. Murió solo como el Minotauro, encerrado en su mansión de Mullholland Drive, anegado de deudas y adiposidades. Nunca llegará otro que recoja su herencia: por los siglos de los siglos, Marlon Brando seguirá reinando en su cima de torturada perfección.
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