El viento mece los columpios de Comala
Solo un perro da los buenos días en un pueblo en el que todo cierra porque no hay quien lo abra
Sería como Comala, el pueblo fantasma de Pedro Páramo, si no fuera por las rosas que asoman por encima de los primorosos muros de pizarra. Una hormigonera arcaica da vueltas sin que se vea rastro del albañil, los que venden mermelada y huevos han dejado la puerta abierta pero no responden, de una casa que parece vacía llega la música de un transistor, las ciruelas se pudren en las ramas y en el suelo… Sobre un dintel se lee una invocación a la Virgen y una fecha: 1778. La puerta, digna de un museo etnográfico, parece atrancada desde hace siglos.
El viajero, que ha dormido en una coqueta casa rural y no ha madrugado, recorre Campillo de Ranas, uno de los más genuinos pueblos negros del norte de Guadalajara, y no se cruza con más alma que la de un perro. El viento mece los columpios de un parque infantil deshabitado. Hay casas ruinosas, puertas que dan a jardines de zarzas, casas restauradas por albañiles que parecen orfebres de la pizarra, y una escuela. Es como si los vecinos se hubieran ido de puntillas, dejando el lugar intacto para que lo compartan sus antepasados y los que se han ido a Madrid y a otras capitales y de vez en cuando regresan donde la calma es de oro como el pasto seco.
Junto a la estafeta de correos, cerrada a cal y canto, como la iglesia, una ventana abierta y un buzón: «Consuelo…». Llamamos. Asoma una mujer entrada en años, bien parecida pese a la bata. Su madre se fue de Campillo de Ranas a los 13 años, y ella, que vive en Madrid, se compró esta casa. «Pero todos se van muriendo…». Y eso que el alcalde, Francisco Maroto, apicultor, ha conseguido que a Campillo le cambiaran el sobrenombre: ya no es de Ranas sino de las Bodas. No para de celebrar ceremonias, muchas de ellas entre parejas del mismo sexo.
Los miércoles cierra La Fragua, el único bar que encontramos abierto en todo el pueblo cuando llegamos. El resto abre los fines de semana, o cuando hay boda. Cae la noche sobre una comarca que hubiera encandilado a Juan Rulfo. Inútil buscar donde cenar, o un colmado donde aprovisionarse. Ni farmacia, ni gasolinera, ni kiosco de periódicos en Campillo, Majaelrayo, Robleluengo…. Un vecino nos manda a Tamajón. Nos desviamos en Campillejo atraídos por el reclamo: «restaurante». Cerrado. Hay mochileros acampados ante la iglesia. ¿Indignados? No, aunque uno de ellos, Luis, se lanza: «Una revolución pacífica es lo mínimo. Mira los moros. Un poco de reparto. Igualdad de oportunidades». Las chicas discrepan. Son «scouts» valencianos que desde los ocho años se van de campamento.
Hay que estirarse por una carretera que culebrea entre las lenguas voraces de la noche. Pedro López Ávila era de los que acampaban en Tamajón cuando era posible hacerlo en cualquier parte. Le gustó el lugar, y hace 15 años se instaló con los suyos. Son las diez y su tienda sigue abierta para hambrientos: pan, fiambre, fruta… Para matar el gusanillo. Lo resume de un plumazo: «Son nueve meses de invierno… y cuando llega el verano la gente no tiene donde cenar ni comprar gasolina. Aquí tengo una garrafa. Esta ha sido una sierra pobre desde siempre. Cuesta aguantar».
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